Tras la celebración de las elecciones, resurgen con mayor intensidad las acuciantes preguntas que nos han inquietado durante los últimos tres años: ¿se resolverán los problemas económicos y sociales que han determinado el fracaso del PSOE y el triunfo del PP? ¿Estaremos situados ante un nuevo período luminoso o seguiremos caminado por la oscura senda de un túnel sin fin?
Los más pesimistas auguran la inminencia de un tiempo tenebroso, y algunos, incluso, afirman que perciben claros indicios de posibles catástrofes. Los más optimistas, por el contrario, tratan de tranquilizarnos presagiando una era dorada, gracias especialmente a la confianza que los cambios políticos generarán en los inmisericordes mercados.
En mi opinión, la ambigüedad extrema con la que los especialistas diseñan el futuro y, en consecuencia, su incapacidad manifiesta para lanzar profecías creíbles hacen que resulte aventurado formular unos pronósticos esperanzadores cuando ni siquiera conocemos las reglas de ese juego en el que, de hecho, sólo algunos participan. Por esta razón lo que más me preocupa, en estos momentos de inseguridad, es el riesgo de que se genere una actitud de indolencia, esa apatía que, para bien o para mal, nos deja indiferentes ante lo que pueda suceder en un futuro siempre demasiado lejano en el que la gran mayoría no podemos intervenir. Aún no sé si los nuevos líderes serán capaces de generar unos imprescindibles “valores de ilusión” que nos ayuden a hacer frente a la invasión de derrotismo.