Como todos sabemos, los hombres y las mujeres envejecemos de una forma diferente de la que lo hacen los caballos o las palmeras y, sobre todo, de una manera distinta de la que se apaga una vela o se estropea una mesa. Si evitamos las actitudes extremas de aquellos que se lamentan amargamente porque están convencidos de que la vejez es una época sombría y penosa, y si tampoco caemos en la postura ingenua de los que, desde una óptica igualmente simplista, predican que la vejez es un paraíso cómodo y placentero, hemos de aceptar, al menos, que el envejecimiento no es un proceso idéntico para todos los mortales sino que cada individuo lo afronta adoptando actitudes diferentes y lo vive siguiendo distintos ritmos, orientados por sus personales convicciones morales, estimulados por sus impulsos psicológicos y alentados por sus creencias religiosas.