Es posible que uno de los mayores beneficios que nos proporciona la celebración cíclica de un nuevo año tras el fin del anterior sea la de advertirnos machaconamente un hecho que, a pesar de su evidencia, nos pasa desapercibido a la mayoría de los mortales: que todos los tiempos que empiezan se acaban y que todas las realidades humanas tienen límites inaplazables.
Para valorar adecuadamente nuestras cosas, sobre todo, las más importantes, es necesario que, previamente, hayamos experimentado su carencia o que, al menos, tengamos conciencia de que, irremisiblemente, las vamos a perder. Paradójicamente, el conocimiento de los límites y de los finales proporciona unos alicientes halagüeños a los contenidos, y a nosotros nos estimula para que aprovechemos las múltiples oportunidades que la vida nos procura; nos anima para que disfrutemos de los momentos de bienestar que, aunque sean esencialmente efímeros, podemos lograr que sean intensos, confortables y profundos.