Aunque parezca una obviedad, hemos de seguir insistiendo en que el hambre no es una enfermedad social infecciosa, traumática o genética, sino que es una malformación humana –o inhumana- originada por la forma –inadecuada, arbitraria e injusta- de la que los hombres en sociedad manipulamos y gestionamos los recursos que nos proporciona el entorno natural en el que vivimos.
Reconocemos que, a veces, el hambre es el resultado directo de las catástrofes naturales, pero, incluso en estos casos, sus más amplias y más graves consecuencias dependen de nuestra manera razonable o irrazonable, justa o injusta, solidaria o insolidaria de distribuir y de aplicar los medios para prevenir y para paliar sus efectos devastadores.
Por eso hemos de denuncia que el hambre es un mal cuyos orígenes, causas y efectos dependen, sobre todo, de nuestras actitudes egoístas y de nuestras conductas insolidarias.
En mi opinión, si, por ejemplo, hiciéramos un ejercicio de imaginación y si nos representáramos a nosotros mismos en las situaciones de esos mendigos con los que diariamente nos cruzamos y, sobre todo, si nos esforzáramos un poco por sintonizar con sus sensaciones y con sus sentimientos, es posible que se avivara nuestro sentido de la justicia para exigir una concepción diferente de la economía, y es probable que se “alimentara” nuestra solidaridad activa, al menos, con algunos de los más próximos.
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