Partiendo del supuesto de que el perdón, entendido en su sentido más rico y más profundo, es una aportación específicamente cristiana y de que son muy diversas las maneras de expresarlo y múltiples las intensidades de vivirlo, hemos de reconocer que perdonar y ser perdonado son experiencias vitales muy hondas, que están dotadas de múltiples dimensiones vitales, no sólo religiosas individuales y colectivas, sino también antropológicas, psicológicas, sociológicas, jurídicas, políticas e, incluso, estéticas. Recordemos que esta palabra etimológicamente procede de “donar” y significa renunciar libre, generosa y gratuitamente a castigar un delito o una ofensa, a cobrar una deuda o a exigir una equivalencia.
Por muy petulantes o ingenuos que seamos, hemos de aceptar que, por el mero hecho de ser humanos, desde el nacimiento hasta la muerte, estamos cargados de limitaciones, de deudas y de culpas, y que, en consecuencia, pedir y conceder el perdón, más que rebajamiento, es una necesidad y una grandeza. Todos –por muy íntegros que nos creamos- para vivir en paz con nosotros mismos y con los demás, necesitamos continuamente perdonar y ser perdonados.
La experiencia del perdón fortalece la convicción de que no estamos de más en medio de este mundo, de que podemos ser algo y alguien, de que no somos simplemente tolerados y, sobre todo, de que este sentimiento, si es sincero, nos eleva para que seamos nosotros mismos y para que, incluso, se amplíe nuestra capacidad y nuestra libertad de hacer críticas y autocríticas. Cuando la experiencia del perdón es creativa, se instauran nuevas relaciones interhumanas y se crean inéditos lazos interpersonales que, incluso, pueden dar origen a una amistad más profunda, a una colaboración más eficaz y, en consecuencia, a una nueva vida. Perdonar y ser perdonados, efectivamente, es asumir la apuesta y el riesgo de rememorar el pasado asumiéndolo, y de encontrarnos con el otro adoptando una actitud positiva, por encima de la culpabilidad que –justa o injustamente- le atribuimos.
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