Los frecuentes y variados programas televisivos denominados popularmente como "basura" -en los que tan groseramente se exhiben los pormenores de la vida privada y los detalles de las relaciones íntimas de algunos personajes del mundo de la farándula- reavivan periódicamente unas encendidas polémicas sobre diversas cuestiones que, aunque están estrechamente relacionadas entre sí, no hemos de confundir.
¿Es lícito mostrar públicamente las interioridades? ¿Se puede comerciar -comprar o vender- impunemente la vida íntima personal y la ajena? Algunos críticos defienden solemnemente que cada uno es dueño absoluto de todas sus acciones y que, en consecuencia, posee el derecho de administrarlas a su antojo. También es cierto que, mientras que unos ciudadanos proclaman la libertad total de exhibición, otros, por el contrario, sostienen la conveniencia de activar los frenos éticos o, al menos, de señalar unos límites estéticos. Pero lo que más nos llama la atención es la coincidencia de los argumentos que, frecuentemente, esgrimen unos y otros: todos repiten que la intimidad es un derecho sagrado e inalienable. "No es posible bajo ningún pretexto -afirman- entrar en el ámbito de los comportamientos personales ajenos".
Nosotros opinamos que la intimidad, además de un derecho, es un deber social que todos los ciudadanos hemos de respetar. Estamos convencidos de que guardar el recinto nuestra vida personal es una obligación exigida por el respeto que nos merece el prójimo, y, por eso, defendemos que no tenemos derecho a imponer a los demás mortales -por muy cerca que vivan de nosotros o por muy amigos o familiares que sean-, nuestros olores, nuestros sabores ni nuestros colores; no podemos permitirnos la libertad de contagiarlos con nuestras sensaciones, salpicarlos con nuestros humores, ni contagiarlos con nuestros sentimientos, con nuestros deseos, con nuestros amores o con nuestros odios.
El exhibicionismo o “apodysofilia” -esa irreprimible inclinación de exponerse en público de forma espontánea y excesiva, y, más concretamente, esa irrefrenable tendencia a mostrar las partes íntimas- constituye, a veces, una manera hiriente de invadir el territorio privado de los demás. Mostrar descaradamente nuestras desnudeces, proclamar a voz en grito nuestros triunfos o lamentarnos lacrimosamente de nuestras inconfesables debilidades son maneras -a veces groseras- de agredir a los demás. Por eso hemos de cubrir discretamente las heridas, vestir elegantemente las vergüenzas, encerrar prudentemente los éxitos o, en pocas palabras, guardar un discreto silencio, como una demostración elegante y delicada de respeto a los nuestros convecinos.
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***Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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