Algunos autores opinan que el nombre de este mes -tan corto, tan lluvioso tan inestable, tan bullicioso y tan “loco”- proviene de la palabra latina “febris”, fiebre, y ésta del verbo “fervere” que, en castellano significa “hervir”.
Estos amantes de las letras y apasionados por el origen y por la historia de las palabras, haciendo un ejercicio de etimología popular, justifican su tesis explicando que “febrero” -el mes de las vacaciones blancas, de la nieve y del carnaval; el mes en el que se prepara el campo para fecundarlo con la siembra de la primavera y en el que varias hembras de animales domésticos comienzan a parir- es el mes en el que la sangre hierve.
El nombre de “febrero” proviene de “februarius”, el mes de las penitencias y de los sacrificios expiatorios, el tiempo en el que se hacían las lustraciones o purificaciones; recordemos que “lustrar” significa “purificar el espíritu mediante ceremonias religiosas”. Se cree que Februa, la diosa de las purificaciones y de los muertos, es la misma que Juno cuyo sobrenombre fue “Februalis”, “Februala” y “Fébrula”, de ahí que sus fiestas, instituidas por Numa Pompilius, el segundo rey de Roma, se llamaran “februales”.
Las “februales” eran unas ceremonias religiosas que celebraban los romanos en este mes para lograr que los dioses fueran propicios a los muertos. Duraban ocho días durante los cuales se encendían fuegos y los magistrados, en señal de luto, llevaban la toga de simples ciudadanos. Se suspendían los sacrificios en los templos; las mujeres guardaban silencio y nadie podía casarse. El mes de febrero estuvo puesto bajo la protección de Neptuno.
Según la regla establecida por Julio César, el año constaba de 365 días y cerca de un cuarto más (365, 242264 días, exactamente). Para corregir este exceso se instituyó un año bisiesto cada cuatro años. El concilio de Nicea adoptó esta regla el año 325 y ordenó que los años bisiestos fueran los que la suma de sus cifras se pudieran dividir por cuatro; pero la suma de los segundos de desfase acumulados hizo que, en el año 1582, el equinoccio verdadero y el fijado en el calendario se separaran por un intervalo de diez días.
Para corregir esta anomalía, el Papa Gregorio XIII ordenó que se suprimieran diez días del año 1582, con lo que el siguiente al cuatro de octubre fue el quince -no el cinco-, y determinó que los años en los que la suma de las cifras no fuera divisible por cuatrocientos, fueran años comunes. Así, los años en los que febrero tiene 29 días son aquéllos cuya milésima es divisible por cuatro, excepto aquellos del siglo cuyas cifras son divisibles por 400, que son años comunes.
La palabra “bisiesto” procede del latín “bisextus” -dos veces sexto- el día que se agregaba entre el veinticuatro y el veinticinco de febrero, que según el cómputo latino, era el sexto de las calendas de marzo.
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***Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, escritor y articulista.
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