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NOSOTROS
A principios de 2013, mi hijo Itor marchó al Perú comisionado por su empresa para trabajar en la reconstrucción y ampliación de una refinería de petróleos que había sido seriamente dañada por un movimiento sísmico. El complejo petroquímico estaba situado a las afueras de Talara, una ciudad de 130.000 habitantes, al norte del país frontera ya con Ecuador, una tierra de tablazos desérticos y bosques de algarrobos en quebradas casi siempre secas, pero con el Pacífico a un lado y la selva amazónica al otro.
Itor era responsable del Departamento de Control de Calidad y Procesos por lo que él y su equipo se ocupaban de comprobar y validar que todo aquel maremágnum de tanques, tuberías, cableado, hornos y torres de destilación, se levantara de acuerdo al proyecto sin posibilidad de error u omisión.
Una madrugada del mes de junio, cogí un avión en Málaga y, haciendo escalas en Madrid y Lima, a las 06:30 pm aterricé en el pequeño aeropuerto de Talara. Allí pasé un par de meses viviendo en una casa a las afueras de la ciudad que compartíamos con dos de sus compañeros también españoles: Juanjo natural de Ponferrada y Ernesto de Puertollano. Al amanecer, los tres, en algo parecido a un Simca-1000, partían a su trabajo y ya no volvían hasta el anochecer. Yo, desayunaba, ordenaba un poco la casa, y me iba a la calle.
Unos días me acercaba a la playa de Los Lobitos donde surfistas estadounidenses encuentran su paraíso mientras lobos marinos y tortugas bobas sestean plácidamente; otros, a la linde de la selva donde los monos choro aúllan a todas horas.
En la calle principal de la ciudad se encuentra el Centro Cívico, un edificio típico de la arquitectura colonial española con dependencias dedicadas a la lectura, juegos de mesa, tertulias y un salón comedor que da al jardín trasero. Por el equivalente a tres euros puedes degustar un sabroso menú peruano, atendido por alumnos de la Escuela de Hostelería que yo disfrutaba casi a diario. Allí conocí a Pascasio Córdova.
Los viernes era difícil encontrar mesa libre ya que muchos trabajadores empezaban de esta manera los días de asueto del fin de semana. Yo ocupaba una junto a un ventanal de cuerpo entero con cortinas de madapolán que filtraba la algarabía de la calle. Pascasio entró, escudriñó, y cuando con la frustración reflejada en su cara ya se iba, yo, en un gesto apenas perceptible para el resto de clientes, le invité a sentarse conmigo. Los dos pedimos lo mismo: una salsa de tomate con hongos y papas fritas, ceviche y una botella de vino chileno y peleón. Me contó que era de padre español y madre peruana, que había sido maestro de escuela durante muchos años y que ahora, ya jubilado, daba clases particulares a hijos de familias adineradas para compensar su pensión de poco más de 300 soles. Después fueron muchos los días que, a propósito, comíamos juntos.
Nunca había estado en España y era consciente de que nunca estaría. Se sabía atado, para siempre, a aquel lugar lejos de la tierra donde nació su padre. Yo le contaba de la mezquita, del puente romano, del médico y filósofo Maimónides, de Ibn Zaydun y sus amores con la princesa poeta Wallada, de Averroes y sus operaciones de cataratas usando la escama de un pez, y de la Córdoba capital del mundo. Él me hablaba de los achuar, el pueblo de su madre, de sus costumbres ancestrales, de sus tradiciones y de su historia. De la práctica del levirato y la poligamia, del ritual en que los jóvenes son abandonados en la selva para que reciban la fuerza de Arutam que se presenta bajo la forma de un jaguar; de sus cultivos de mandioca, colocasia y ñame, de la caza de monos lanudos con cerbatana de madera, del río y de su simbolismo.
Poco antes de mi vuelta a España me invitó a la asamblea anual de los pueblos achuar asentados a ambos lados de la frontera. A este conclave acuden los jefes de clanes repartidos por todo el territorio y, excepcionalmente, como fue mi caso, invitan a quienes han ganado su confianza. La ceremonia tuvo lugar en un poblado a orillas del río Pastaza, a unos cien kilómetros al norte de Talara. Hasta allí llegamos Pascasio y yo sobre una vieja y destartalada pick up Toyota que él conducía sin carné y despreocupadamente.
Bajo un chamizo de techo de palma sujeto por horcones, antorchas en los laterales, pieles de guanaco en el suelo y un pequeño altar en el centro, nos reunimos unas doscientas personas de todo pelaje y condición. A la entrada, unas jóvenes con el pelo trenzado, vistiendo faldas y blusones confeccionados con corteza de árbol aplastada, ofrecían infusiones de guayusa y semillas de cardamina para masticar.
Aquello duraría unas nueve horas. Nadie se movió de su sitio, yo no me enteré absolutamente de nada, el olor acre y retestinado aumentaba por minutos, el desarrollo de la reunión era lentísimo, y el hambre (mi punto débil) era cada vez más acuciante. Sólo me llamó la atención un detalle: cada orador iniciaba su perorata con la expresión “canchi” para, a continuación, llevarse la mano a la altura del corazón, levantar el puño, o señalar al auditorio con el dedo índice. Mi formación civilizada y occidental me llevó a la conclusión de que con ese grito imperativo, cada uno de ellos reafirmaba su autoridad y alimentaba el ego que todos llevamos dentro. O sea, lo clásico: poderío, jerarquía, autocracia. YO.
Al terminar ¡por fin! nos ofrecieron la cena que acepté encantado: Platos de malarrabia, seco de cabrito, patasca, arroz con pato y de postre un pastel de choclo amelcochado, distribuidos en mesas de madera de huarango colocadas delante del chambado. Todo amenizado con música de zampoñas y charangos, bailes, abrazos y risas.
A la vuelta, ya en el coche, pregunté a Pascasio por la traducción de canchi. Nuqanchik -respondió- se dice Nuqanchik, y significa nosotros.
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