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OJOS VERDES
La Hacienda Torrecerejana, estaba enclavada al sudoeste de la cordillera de Apolobamba, disponía de más de veinte mil hectáreas de tierra fértil corriendo a ambas vertientes de la sierra del Chaupi que se allanaban donde el Guamuez, que las riega en la parte final de su recorrido antes de morir en el Putumayo: Aguacates en los valles, babacos en las angosturas y guayabos en las faldas, daban vida más allá de los límites de la municipalidad de O Vuceite de Sa Paio de quien administrativamente dependía la propiedad.
Dominaba todo una mansión de estilo colonial pintada de cal hasta los sardineles, colgajos de campánulas verdes y amarillas en la fachada, cargaderos en puertas y ventanas, rejas embutidas de hierro forjado, y un cimborrio de planta octogonal con lucernario que iluminaba un patio donde, además de un pozo con roldana, florecían un aguaribay de lujuriosos frutos rojos y una higuera copuda y vetusta.
La casa era de dos plantas, grande y fresca, con un pórtico de columnas renacentistas lacadas en blanco. El piso bajo ajedrezado con losetas blancas y negras traídas desde las canteras de Guacaramambo. De cielos muy altos el salón principal disponía de seis vitrales de cuerpo entero, lámpara de lágrimas de cristal colgada de un techo con artesonados de madera policromada, y muebles de recibo originales de la Francia del XVIII. En los pasillos, alfombras de lana tundida de guanaco para amortiguar los taconazos del ir y venir de las mucamas, y canteros de anturios y heliotropos que perfumaban el aire como si se estuviera en mitad de la serranía.
En los seis dormitorios de la planta alta, camas vestidas con ropa de hilos de seda y flecos de colores en las orillas, fundas de almohada con el nombre del dueño grabado en oro y camisones de madapolán en los roperos con flores de espliego en la balda inferior. Los cuartos de baño disponían de tinas de fundición, pastillas jabonosas de saponaria y romero, bálsamos de benjuí, lavabos con aguamanil y jofaina, griferías de bronce, tocadores de la Toscana, y un recipiente bajo con agua y desagüe que los franceses llamaban bidet y que, ante la imposibilidad de conocer su uso, utilizaban para lavarse los pies. Hay que estar a la moda por incomoda que sea, decía la señora a sus amigas.
La señora se llamaba Amalia, hija menor de una adinerada familia procedente de Olessa de Montserrat que hizo fortuna en el siglo XIX con la venta de camiones y buldóceres, desechados en la Madre Patria, a colonos asentados en las tierras de Tarapacá al norte de la nación.
Mujer hermosa, solemne y un tanto estatuaria, se ataviaba de peinados desusados con flores asomadas en las trenzas. Tenía las pestañas arqueadas dando cobijo a unos ojos verdes como las asclepias siempre verdes, pómulos arrebolados y una voz dulce que arrastraba las palabras en un encantador paladeo.
A la tarde, con las persianas ya bajas, el cuerpo libre del corsé, el sol cayendo por detrás del Maracagüay, leía novelas de Flaubert, Marie d´Agoult y George Sand. Amalia llevaba la contabilidad mientras su marido, un tipo bajo de estatura, bigote entrecano, facciones regulares y dotado de cierta elegancia amanerada, se encargaba de la logística. Vestía, él, con traje de rayadillo, camisa blanca con cuello cutaway, alpargatas de esparto y sombrero panamá, modelo del que presumía tener más de cincuenta.
A finales de invierno llegaban los braceros con sus ropas apedazadas y sucias y sus cantos en quechua o chipaya. Todo envuelto en una algazara que anunciaba su llegada desde muy lejos; gente de toda condición que permanecía en la quinta hasta bien entrado el mes de junio. Hombres curtidos, el espinazo doblado y una prematura vejez en sus rostros cuarteados por el sol y el agotamiento de una vida inclemente.
Al mando de la cuadrilla venía Melquiades Expósito, frisando los cuarenta, robusto y agraciado de talle, barba rala, ojos entornados, moreno de piel y pelo ensortijado. Hijo natural de don Federico Casamajor -un potentado del sur- y su criada mulata Casandra de diecisiete años. Contrariamente al uso y costumbre de la época, Casamajor pagó al hijo no deseado los estudios de perito agrónomo para que, de una parte, buscara mejor vida y, de otra, calmar su conciencia cristiana. Pendenciero pero culto y leído, don Federico mandó bautizar al recién nacido con el mismo nombre del gitano de la obra maestra de García Márquez, y a fe que de alguna manera ambos personajes, el de ficción y el de la realidad, guardaban cierto parecido pues ambos eran reservados, envueltos en un aura triste y mirada extraviada.
El primer día, a la vuelta de las faenas, el instruido capataz sacaba de su zamarra un ramo de asclepias de las que florecen en los terrenos áridos del altiplano y en un ritual que sólo ellos entendían se lo ofrecía a la señora.
La mujer, con vestido de organdí blanco de manga corta, festoneado de encaje y adornado con cintillas de terciopelo escarlata, moño trenzado adornado con flores de crinolina y al cuello una camándula de oro con un Cristo engarzado, solo atinaba a decir: gracias manijero. Y eso era todo.
Melquiades marchaba entonces a su camastro -cuatro tablas cubiertas con zalea de borrego bajo un cobertizo de techo de palma sujeto por horcones- y se daba a masticar semilla de cardamina para olvidar aquellos ojos verdes que nunca antes había visto en sus viajes por el mundo.
Amalia, por las noches, y durante el tiempo que duraba la recolección, no lograba escapar del recuerdo ni del embrujo de aquellas flores. Así, cuando en las noches de viernes su esposo la requería de amores se entregaba no a su marido, ni tampoco al capataz, sino al sueño de las asclepias, en una vida anexa a la de todos los días pero inesperada y sugerente porque no la tenía siempre.
A su vida llegaron dos hombres, uno le ofreció amor y lo aceptó, otro le ofreció flores y también lo aceptó.
Y quizás -y aún sin quizás- eso fue todo, porque Amalia nunca supo qué hacer con aquellas flores siempre verdes.
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