miércoles, 5 de mayo de 2021

"Trabajo", por Joaquín Santaella

TRABAJO

Castigo divino para el cristianismo desde lo de la manzana, polo opuesto al ocio creativo de los griegos, factor de producción según la Economía..., el trabajo, lo que se llama tra-ba-jo, tiene en la palabra que lo designa lo más curioso, inesperado, cabal y hasta suculento de toda su circunstancia, una circunstancia que para mí empezó a iluminarse con luz propia cierto día que retornaba yo de un viaje de ídem y necesitaba a toda costa poner la mente en blanco. 

Y digo bien a toda costa. Porque lo primero que hice nada más dejar las maletas en el suelo fue echar a andar por esa playa kilométrica llamada del Guadalquitón, donde parece que nunca pasa nada, y andando estaba cuando fui a pincharme en la planta del pie con un espino de esos que arrastra el viento de poniente. Decidí, pues, alejarme de la orilla e ir a sentar donde la arena seca se junta con la maleza del monte, y entonces vi una hormiga. Transportaba la hormiga unos palitos, posiblemente desprendidos de una rama de las muchas que por allí había, y detrás de esa hormiga venían otras igualmente cargadas de palitos. Olvidé por instantes el pinchazo del espino de poniente, concentradas ya todas mis potencias en averiguar qué se traerían entre manos los afanosos insectos mandibulados cuya senda se perdía alcornocal adentro. No era cuestión de seguir a la pata coja cabalgata tan seria y marcial, pero de todas formas tampoco resultaba difícil suponer a los artrópodos camino de un hormiguero donde, distribuido en diferentes pisos, perfectamente vertebrada la colonia, hubiese de todo: lugares para descansar, recovecos para el desove, graneros para el grano.

De modo que ya estamos con la faena, pensé, sin poder evitar la inmediata comparación de ese cortejo con el que tras las vacaciones emprendemos en estas fechas los humanos por caminos que en vez de arena son de alquitrán, caminos de regreso al fin. A casa. Al lugar de descanso. Al del almacén. Al del desove. Y sin embargo...

Sin embargo quien no se consuela es porque no quiere, y gracias a Dios siempre hay un filósofo a mano para venir a remediar algo. Dispuesto como estaba ya a volver a mi lugar de trabajo, de descanso y de almacén, todos juntos en el mismo sitio que los tengo, recordé aquello que dicen que dijo Tolstoi: ‘lo importante no es hacer lo que se quiere, sino querer lo que se hace’. Caramba. Ahí es nada. Que se lo cuenten al minero que respira gas grisú, al pescador que se está ahogando en aguas de Barbate, al oficinista atascado en el semáforo de la Castellana; tal cúmulo de sentimiento desarrollé al tiempo que también flipaba un rato con la frase por su doctrina, por su dardo en la palabra y por su general exactitud, y a todo esto seguían pasando hormigas. Hormigas trabajando. Mayormente en formación de a dos, por tramos de una en una, éstas transportaban lombrices muertas, semillas aquéllas, pero las más llevaban... palitos. 

Ignoro qué utilidad pueden tener para las hormigas dichos palitos, me dije mientras lograba extraer con las uñas la dichosa espina, como ignoro lo que estarían sintiendo o pensando en esos momentos. Y también digo bien al decir ‘pensando’. Porque está claro que una especie de inteligencia ya tienen. Y si no, a ver cómo diablos llamamos a eso de quitarle el germen al grano justo antes de almacenarlo para impedir que, precisamente, germine con las primeras lluvias, haciendo así brotar una nueva plantación de la especie que fuese, lo que ipso facto dejaría a las previsoras lasius niger sin comida para el largo invierno. Más trabajo. A lo mejor descubrimos algún día que la hormiga sabe lo que hace, que es como decir que lo siente. A lo mejor resulta que, de puro aplicadas, terminan por aplicarse la mencionada máxima de Tolstoi, y entonces ese día será el no va más de los descubrimientos. Qué buen argumento de novela, me dije, tal idea concibiendo cuando al fin pude ver la espina posada cuan diminuta era sobre la superficie de mi dedo. ¿Trabajo? De modo que, libre ya de pinchazos mas no así de zoológicas cavilaciones, acabé de darme la vuelta deseando llegar a la biblioteca para aclarar cuanto antes ese enigma de la naturaleza, proceso que inicié saltando hacia los diccionarios por encima de las maletas sin deshacer. 

Excuso decir que lo de los palitos no lo encontré por ningún lado, aunque la indagación me supuso notables beneficios debido a la de cosas que acabé aprendiendo acerca de materias afines. Pero ni la comprobación en Wikipedia de la autoría de la frase atribuida al conde ruso, ni el artículo hormiga del Espasa, ni siquiera el repaso del “Libro de los Animales”, de Aristóteles, tan específico como alucinante, me produjeron un efecto remotamente comparable al de descubrir lo que descubrí aquella tarde de septiembre después de consultar el Diccionario de la Real Academia, primero, y el Corominas después, y finalmente el Larousse francés etimológico. Por algo existieron los romanos, que al parecer existieron para inventar como ellos solos el lenguaje. Más trabajo. No para inventarlo de la nada, no, no, no, que eso lo hicieron otros mucho antes, sino para perfeccionarlo, acuñando términos a base de combinar imágenes... y, bueno, digámoslo ya: Trabajo, del latín tripalium, es decir tres palos, instrumento de tortura. Así de simple. Tan fácil como eso. Una especie de cepo hecho con tres palos, dos de ellos cruzados al bies y otro vertical bien hincado al suelo para sostener el montaje, en el cual se inmovilizaba en aspa a los esclavos remisos a serlo o por lo menos a los más perezosos, a fin de apalearlos, azotarlos, acuchillarlos, o, dado el caso, quemarlos vivos. 

Decididamente la etimología no es sólo negocio de erudición. Eso es lo de menos, porque esa es solo la fachada. Como acabamos de ver, la verdadera importancia de tal ciencia estriba en su auxilio a la hora de saber lo que se dice, o sea lo que se dice a hablar con propiedad.

3 comentarios:

Cristóbal Moreno dijo...

Sabiendo todas esas cosas y más de las hormigas, por estar viéndolas sin observar ni estudiar  durante 68 años ya, entre los campos y pueblecitos donde, orgullodamente me crié y vivo, no cupo en mi mente explicar una cosa tan sencilla como el acarreo diario para sobrevir las hormigas (tal como las avejas con el polen o los escarabajos con la mierda) de distintas cosas, algunas como los palitos que amontonan en bodegas lúgubres y más húmedas del hormiguero con el fin de que se crien hongos para consumirlos durante las estaciones que las inclemencia del tiempo les impiden salir a buscar la comida diaria. Pero..., como digo, no me ha extrañado nada el contenido del articulo, pero si que me ha enseñado mucho de como se encarrilan unas tras otras las palabras para que suenen con esa melodía tan agradable, aunque no sé si sabré llevar a cabo las tan oportunas modificaciones en mi abrupto escribir. No obstante, mi dignidad entraba el agradecer y yo, agradezco, agradezco el extraordinario folio o folios, tan marcialmente presentado/s con el saludo nuevo e insigne de cada correlación de cultas palabras, claramente multientendibles por todas las vertientes de la oceánica literatura.
Hoy han sido las hormigas, esperemos que mañana, "sin tener que pincharte", organices otra sinfonía para especificar los dones de un santo (¿...?) insecto llamado -no sé por qué- "Santa Teresa" ( Mantis religiosa, comúnmente llamada santateresa, mamboretá, campamocha o tatadiós o simplemente mantis), cuando tealmente para mi es uno de los animales más crueles de la naturaleza: se va comiendo poquito a poco, mordida a mordida, a su victima viva. Su pose de santa es la de un demonio sin escrúpulo ni sentimientos, ¿qué es lógico en el insecto?, si, pero no le viene bien ese nombrecito tan santo, no crees?.
Perdona mi perogrullada, pero me ha encantado enormente leer y entender asi las lecciones, y no he podido contenerme. Gracias.

Anónimo dijo...

La santateresa no solo se come viva a wu víctima sino que el macho después de copular con ella, si no se anda listo, se convierte en la cena de la señora.
Menos mal que en la especie humana no ocurre salvo en contadas ocasiones

Anónimo dijo...

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Viviendo yo en El Corchado
un vecino llamado Pedro
tenía en las porquerizas
una hermosa y enorme guarra,
más que guarra parecía,
una vaca de cortas patas,
blanca, gruñona y hambrona
Los niños de aquel poblado
nos pasábamos los días
recogiendo las bellotas
al pie de los alcornoques,
de los chaparos y encinas,
cuando teníamos bastantes
a la porqueriza la llevábamos,
se las echamos a la cerda,
que en muy poquitos minutos
las engullía, creo que sin masticarlas.
aunque sí sabía pelarlas.
La guarra que entró en celo,
le trajeron un verraco,
al encuentro de ella y él,
los niños no asistimos,
los mayores no nos dejaron.
En pasadas unas semanas
muchas veces al día íbamos
a ver se la cerda de Pedro
había parido algún gorrino,
y un día la cerda parió
y vimos todos aterrados
que se comía a las crías
conforme las iba pariendo.
Yo, un preadolescente
el ver la terrible escena
me dejó algo impactado,
pensaba sin decir nada,
algo más que preocupado,
si esto mismo ocurriría
entre las hembras de humanos.
En los años que yo tengo,
al menos que se sepa,
ningún caso así se ha dado,
pero si he visto algunas cosas
en estos últimos tiempos
que me dejan, desconcertado.

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