--
Relato publicado en el libreto de las pasadass fiestas de La Novena 2019 de la Estación de Jimena.
-
EL CORREO
Un rumor bronco comenzó a crecer en el horizonte. Era un sonido familiar que creaba ilusión entre la gente que aguardaba alguna noticia venida de lejos.
Él se encontraba esperando su llegada desde hacía un buen rato, como todos los días. Se colocó la gorra, encendió un cigarrillo, dio unas rápidas caladas con nerviosismo y salió al andén.
En sus adentros deseó con fuerza que no se presentaran ellos, los guardias. Por eso miraba con disimulo hacia atrás, con el estómago encogido por el miedo, dedicando un rezo en silencio para que no aparecieran en sus caballos, apresurados, imponiendo sumisión y miedo.
De esta forma, mientras rezaba para sí mismo y vigilaba a la vez sus espaldas y el horizonte, siguiendo la silueta de las vías del tren, el rumor se convirtió en un jadeo incesante que siguió en aumento. Su corazón latió apresurado cuando apareció el morro de la locomotora en la curva, y luego alcanzó a ver el humo espeso que esta exhalaba en su avance. Entonces caminó hacia la entrada de la estación, agarró el carrillo de mano, donde tenía preparadas las sacas de lona con las correspondencias particulares y oficiales que le habían dejado en su oficina, y lo colocó junto a las vías.
El Correo, como lo conocían en la zona, aminoró la marcha conforme entraba en la estación. Sus frenos chirriaban estridentes, protestando por la parada. Todavía el tren no se había detenido del todo cuando se abrió la puerta corredera del único vagón en el que los carteros guardaban y gestionaban su mercancía. Una cabeza se asomó y lo saludó; él también levantó la mano y asintió, dándole a entender al compañero que lo tenía todo listo.
El otro no se bajó en ningún momento, tan solo agarró una saca pesada del interior y la dejó caer en el andén. A la misma vez, él se movió con rapidez y lanzó las suyas al interior del vagón. Tenía que hacer el trabajo rápido antes de que los pasajeros estuvieran preparados, o se llevaría una reprimenda del revisor de la estación.
Agarró la que le habían dejado cuando terminó, la colocó en el carro y lo empujó deprisa hacia su oficina. En la calle, los vecinos observaban la abultada saca con ilusión, preguntándose si algún familiar les habrían escrito, y se les llenaba el corazón de esperanza pensando que en los próximos días el cartero podría dejarles algo en la puerta de casa.
Ya en su oficina le tocaba trabajar con la mayor cautela posible: desparramó con cuidado todo el contenido en la mesa y lo ordenó deprisa. Unos eran grandes paquetes que iba dejando a un lado, correspondencia formal o del personal del propio régimen de Franco; otras, sin embargo, eran cartas que tenían una letra distinta, menos legible, menos delicada.
Esas eran las que le interesaba y tenía que revisar cuanto antes.
La caligrafía se repetía en algunas de ellas, ya que no todo el mundo sabía escribir, aún menos leer, y muchos recurrirían a la misma persona para que les dejara impreso su mensaje. Sabía que en aquellas cartas había demasiadas esperanzas depositadas, demasiadas lágrimas derramadas en forma de letras.
Las fue amontonando a un lado hasta que terminó de separarlas. Luego leyó el nombre de cada emisor y cada destinatario, palpando con atención. Estaba acostumbrado a reconocer con el tacto los puros y las flores, las morcillas y los chorizos liados en trapos, los tarros y las latas de conserva; alimentos en su mayor parte que las familias enviaban a los que trabajaban en el campo, o a los hijos que hacían el servicio militar en provincias lejanas. Otras cartas, en cambio, le resultaban más extrañas y acababa abriéndolas con cuidado, para no dejar mucha huella del espionaje que la dictadura les imponía a los carteros.
Las fue amontonando a un lado hasta que terminó de separarlas. Luego leyó el nombre de cada emisor y cada destinatario, palpando con atención. Estaba acostumbrado a reconocer con el tacto los puros y las flores, las morcillas y los chorizos liados en trapos, los tarros y las latas de conserva; alimentos en su mayor parte que las familias enviaban a los que trabajaban en el campo, o a los hijos que hacían el servicio militar en provincias lejanas. Otras cartas, en cambio, le resultaban más extrañas y acababa abriéndolas con cuidado, para no dejar mucha huella del espionaje que la dictadura les imponía a los carteros.
Sobre todo estaba obligado a revisar las que consideraba sospechosas de estar destinadas para los rojos, el bando perseguido. Por eso, cuando veía una carta un tanto extraña, o con símbolos en ella —ya había descubierto varias con una especie de código de puntos y rayas—, la rompía a pedacitos y la quemaba en la estufa de latón. Tenía orden de dejar constancia de todas las sospechas que tuviera; pero su corazón le impedía desvelar a la gente humilde, campesina y trabajadora.
Por eso, ante la más mínima duda, las quemaba y estas nunca llegaban a su destino, o así evitaba que cayeran en las manos equivocadas.
Súbitamente, los «cloc», «cloc», «cloc» de unos cascos resonaron en la tierra de la calle, interrumpiendo el silencio. Los inconfundibles ecos difundiendo el terror.
Debía apresurarse si no quería que estos detuvieran y se llevaran a alguien inocente, solo porque desconfiaran del tipo letra o de la forma en que estaba escrita la carta. Así que, de un solo vistazo, descartó las que pudieran levantar sus sospechas y las metió en la estufa de latón. No tenía tiempo de prenderles fuego; tan solo cerró la puertezuela y rezó para que estos no metieran sus narices allí.
Sus figuras imponentes, cubiertos de la capa y con el tricornio en la mano, aparecieron en la oficina. Lo saludaron y, sin decirle nada más, comenzaron a ojear las correspondencias. Uno se entretuvo a tantearlas y olerlas, buscando los puros que le gustaba; el otro, más avispado, se dedicó a leer el nombre de la gente. Por suerte, ese día había más paquetes formales que cartas para los aldeanos.
Se despidieron y salieron, al fin, con paso firme, cuando dieron su trabajo por concluido. Él soltó el aire que había contenido con angustia y miró hacia la estufa, pensando que de nuevo había salvado a algunas familias de la desgracia.
Aunque nunca sabía si podría decir lo mismo al día siguiente.
-----------------
2 comentarios:
cuando empecé a leer los escritos de d. manuel mata me los creía todos por lo bien que estaban, hasta que me dijeron que era ficticios. ahora con este que acabo de leer no se si pasó de verdad o no.
Recuerdo que hace muchos años mis abuelos me contaban historias similares. Es bonito Luis leer tu relato y rememorar esos momentos de mi infancia. Gracias
Publicar un comentario