Una de las mayores suertes que nos pueden sobrevenir a nuestras vidas es la de encontrar a otro ser próximo y semejante que nos comprenda, que identifique las claves ocultas de nuestra peculiar manera de ser, que descifre el sentido profundo de nuestros pensamientos, la razón última de nuestros deseos íntimos y las raíces escondidas de nuestros temores secretos. Todos los seres humanos, para llegar a ser nosotros mismos -sea cual sea el escalón temporal o social en el que nos encontremos- necesitamos que alguien nos explique, con claridad y con tacto, quiénes y cómo somos; necesitamos que nos digan cómo suena nuestra voz, cómo cae nuestra figura y cómo se interpretan nuestras palabras.
En realidad, ésa es la última meta de todos nuestros pensamientos sobre cualquier tema; ésa es la materia común de nuestras charlas, lecturas y escrituras. Ése es el destino de nuestros paseos y de nuestras correrías por las calles de la conversación y por las plazas de la tertulia. Necesitamos oidores atentos y auditores respetuosos que nos escuchen y nos entiendan; que descubran el secreto hondo de nuestras aparentes contradicciones, que esclarezcan las claves secretas de las engañosas incoherencias.
Vivir la vida humana es, efectivamente, descifrar el misterio que cada uno de nosotros encierra, es develar el secreto que guardamos y explicar el ejemplar diferente y único de la compleja existencia personal. El hallazgo de este modelo inédito exige atención constante, esfuerzo permanente, habilidad especial y, sobre todo, la ayuda adecuada de un acompañante sensible, respetuoso, experto y generoso que sepa captar las ondas sordas de nuestros latidos. Para descubrir nuestra verdad necesitamos, efectivamente, una persona amiga en quien confiar nuestras debilidades, un aliado con el que compartamos secretos, un confidente que sea el fiel guardián de la puerta tras la cual ocultamos nuestra vida privada; un cómplice que jamás abrirá esa puerta ni permitirá que nadie la abra.
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