En mi opinión, en este nuevo tiempo primaveral, deberíamos hacer un renovado esfuerzo por recuperar, no la alegría forzada y obligatoria de las fiestas convencionales, sino esa otra alegría profunda, serena y constante, que consiste en comprender y en sentirse comprendido, en amar y en sentirse amado. Como todos sabemos, en la vida real, a veces, la alegría es compatible con los golpes del dolor e, incluso, con los crujidos de la tristeza. La alegría -la expresión directa del bienesentir, del bienpensar, del bienquerer, del bienser, del bienestar y del bienhacer- es la manifestación humana del gozo interior que nos produce la posesión de un bien o la esperanza de alcanzar un beneficio sustancioso como, por ejemplo, el placer sereno o exultante de la existencia y de la vida, la dicha honda del amor, la fruición placentera de la contemplación apacible de la naturaleza, la paz íntima del trabajo esmerado, la satisfacción profunda del deber cumplido, el gusto duradero de los bienes compartidos o de los servicios prestados.
Esta alegría sí que es, efectivamente, el resplandor directo y expansivo de una luz interior, el reflejo de un alma sencilla que disfruta cuando saborea la vida. Para sentir alegría, por lo tanto, no son necesarios los pensamientos sublimes, las grandes palabras, las elevadas metas ni los horizontes maravillosos, sino que son suficientes los paisajes cercanos, los momentos cotidianos y los pequeños pasos que damos para movernos por nuestra propia existencia, sobre todo cuando acompañamos y nos sentimos acompañados.
La “alegría” es un lenguaje que nos revela el bienestar que, “por dentro”, experimenta la conciencia cuando, a pesar de todos los pesares, la realidad coincide con los deseos, los hechos con las esperanzas, los esfuerzos con los resultados. Es alegre el que, sabiendo encajar las dificultades y los contratiempos, descubre el sentido a la vida, dirige una mirada positiva a las cosas, a los sucesos y a las personas; el que extrae lo mejor de la vida y mantiene el aliento, incluso, en los desalientos y, sobre todo, el que, por sentirse bien consigo mismo, tiene ganas de vivir y de servir. La senda más directa y más segura para lograr alegría es esforzarnos por transmitirla a los que nos rodean.
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