Como es sabido, los sentimientos son esas reacciones humanas espontáneas que facilitan o entorpecen el acercamiento o el alejamiento a los otros. Si, por ejemplo, el odio, la antipatía, la animadversión o el rencor levantan murallas para el entendimiento mutuo, el afecto, la simpatía, la complacencia o la amistad, por el contrario, abren cauces para el diálogo, para la comprensión y para la colaboración. Una de las maneras frecuentes y fecundas de relacionarnos positivamente con los otros es experimentando sentimientos de compasión. Sentir compasión es sentir con el otro y sentirse, de algún modo, el otro. La compasión parece no tener límites, no agotarse jamás, quizás, porque no es una actitud ni cognitiva ni estética ni política ni, propiamente, moral.
Es una respuesta ética, es decir, no sometida a reglas impuestas, ni jamás perfecta ni satisfecha. La compasión carece propiamente de discurso racional y, mucho más, de argumentos apodícticos. Por eso, sólo puede ser suscitada en los otros, por ejemplo, por la imitación. No es que no pueda ser predicada. Pero su prédica es sólo su descripción o su narración. En mi opinión, la conducta ética se define, entre otros rasgos, por aquellas actitudes y comportamientos que suscitan entre otros hombres el deseo de ser imitados.
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