Hemos de partir del supuesto de que la “compasión” –la sintonía con los sufrimientos de los otros- es la expresión suprema de la fecundidad del misterio de la comunicación cristiana. El modelo, naturalmente, es María, la Virgen de los Dolores, la Madre Dolorosa que acompañó y compartió cada uno de los dolores y de los sufrimientos de Jesús de Nazaret, su hijo.
Si Benedicto XVI nos explicó cómo “la cultura cristiana del encuentro con una Persona” nos proporciona un nuevo horizonte y, con ello, una orientación nueva y decisiva a la vida humana, el Papa Francisco nos ha repetido hasta la saciedad que la comunicación del bien, de la verdad, de la belleza, del trabajo, del ocio, de los bienes, del dolor y del sufrimiento –de la vida y de la muerte- es la manera indispensable para que se arraiguen y se desarrollen estos valores fundamentales del crecimiento humano individual, familiar y social.
Él mismo nos recuerda cómo, en la reunión de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe de Aparecida (2007), se concluyó que quien quiera vivir con dignidad y con plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien.
Una vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y en comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás.
Estas afirmaciones nos ayudan a descubrir y a comprender esa ley profunda de la realidad humana que sirve –que debería servir- para construir un nuevo humanismo que proclame cómo la vida se alcanza y se madura en la medida en la que se entrega para dar vida a los otros.
En mi opinión, la conversión a la que nos invita la celebración del Viernes de Pasión –El Viernes de Dolores-, como introducción a la Semana Santa que prepara y que desemboca en el Domingo de Resurrección, nos conduce –nos debería conducir- a establecer unos cauces más anchos de comunicación, de comunión fraterna, y nos impulsa –nos debería impulsar- para que adquiramos conciencia de que, sólo acompañando a los que llevan una cruz más pesada que la nuestra, acompañamos, como María, a Jesús de Nazaret.
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