Estoy de acuerdo con los que afirman que consumir es un ejercicio necesario y, por lo tanto, saludable y bueno, sobre todo,… para mejorar la macroeconomía. Es cierto que, para sobrevivir y para crecer -como todos sabemos- necesitamos gastar tiempo, consumir energías e invertir dinero, pero también es verdad que es malo no gastar cuando, como ocurre con el avariento, acumulando nos consumimos, nos encogemos, adelgazamos y, paradójicamente, nos empobrecemos humanamente.
Comprar, impulsados por un ansia irreprimible o animados por la ubicua publicidad, es también perjudicial porque, al generar una mayor ansiedad, se reduce nuestra libertad. Resulta paradójico que, en estos momentos en los que luchamos por alcanzar mayores libertades, progresivamente nos vayamos haciendo más obedientes a la influencia sutil -y en ocasiones asfixiante- de la publicidad, esa fuerza tan irracional, tan interesada y tan poderosa.
Cada día invertimos más dinero y más tiempo en comprar bienes materiales, en adquirir objetos y servicios de consumo que nos restan las energías y nos despojan de unos bienes inmateriales que son mucho más necesarios y más gratificantes: nos merman la libertad, la tranquilidad, el ocio y, en consecuencia, nos limitan la cantidad y la calidad de la vida humana. Acepto que, de vez en cuando, nos permitamos el lujo de hacernos a nosotros mismos un regalo, pero a condición de que, antes de comprar unos nuevos pantalones, miremos nuestro armario para comprobar si lo necesitamos y, sobre todo, que cuando decidamos gastar dinero, pensemos en los que están mucho más necesitados que nosotros.
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