Me permito insistir una vez más en que, para extirpar los brotes de maldad que contaminan la atmósfera de nuestra sociedad, los educadores, los sacerdotes, los agentes de pastoral y los profesionales de la comunicación deberíamos intervenir con mayor, claridad, rapidez y valentía. El bisturí afilado de la palabra clara, de las denuncias valientes y de las agudas críticas, constituye una herramienta necesaria para eliminar los tumores malignos, para restañar las heridas sangrantes y para recomponer los miembros dañados. Estas intervenciones quirúrgicas son necesarias y urgentes para limpiar un ambiente contaminado de un consumismo entontecedor y de una cobardía paralizante que favorece las malformaciones que corroen la vida de los ciudadanos y de las familias.
Parto del supuesto de que, por la cantidad y por la calidad de las ideas conocemos la valía humana de las personas: de las que carecen de ideas, de las que poseen malas ideas y de las que tienen buenas ideas. Pero a condición de que las buenas ideas cumplan su función explicándolas con nuestras vidas. Las ideas y los comportamientos coherentes son los motores de nuestro modo de estar presentes en el mundo, depuran el aire y, cuando son claros y oportunos, facilitan la construcción de baluartes éticos y de barreras espirituales que nos defienden de un ambiente social que, a veces, nos resulta irrespirable. En una sociedad que se ha acostumbrado a ver como normales la injusticia, la pobreza, la superstición, el paro, las desigualdades, la corrupción, el atropello, la falta de veracidad y el abuso de los medios de comunicación, ya no son suficientes las cataplasmas, el árnica ni lo paños calientes.
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