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Este artículo fue publicado por el Diario de Cádiz en 2003, y forma parte de su obra El Mentidero.
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JIMENA de la Frontera es un pueblo fronterizo que, situado en el límite de la provincia de Cádiz, asentado sobre la roca firme de su historia milenaria y de sus tradiciones ancestrales, recuerda su pasado con gratitud, contempla sus alrededores con serenidad y mira su futuro con esperanza. Romana, visigoda, bizantina y musulmana, guarda celosamente en el secreto de sus entrañas, las misteriosas claves de un futuro esperanzado y, también, las explicaciones profundas de las vidas de muchos de sus hijos.
Enclavada entre las estribaciones de la Serranía de Ronda y el bullicio de la febril actividad de la Bahía de Algeciras, es una encrucijada de caminos, un lugar de encuentros y un foco de contrastes físicos y de choques culturales. Desde las alturas de su castillo nazarí contempla con serenidad las violentas alternancias entre las intensas precipitaciones y las pronunciadas sequías, entre la exuberancia de sus naranjales y la desnudez de sus peñas, dos ámbitos geográficos opuestos que contrastan violentamente con el Parque Natural de Los Alcornocales, ese último bosque mediterráneo de Europa que es un sorprendente capricho de la naturaleza.
No es extraño, por lo tanto, que la biografía y la idiosincrasia de sus hijos más preclaros estén determinadas por los impulsos que le empujan hacia la búsqueda de la armonía ente aspectos duales de la existencia y por las incitaciones que le estimulan hacia la convergencia de las fuerzas contrapuestas de la vida humana. Pueblo viejo, sabio e imaginativo, épico y mítico, Jimena está acostumbrada a sufrir y a soñar; es realista y romántica, amante del silencio y de la intimidad; es desacralizadora y profesa, al mismo tiempo, una ferviente devoción a la Reina de los Ángeles.
Es comprensible que este paisaje tallado con el fino filo de los vientos y con los agudos dientes de la sequía haya florecido la aparición de gentes alertas, despiertas y prontas para la lucha y, al mismo tiempo, propicias para la contemplación serena del discurrir del tiempo, para el disfrute de los cambios, para la creación artística, para la música, para la pintura, para la poesía y para la entrega a la meditación, como quien mira el mundo por primera vez.
Fíjense, por ejemplo, como Martín Bueno, ese observador ávido, ese soñador e idealista que, comprometido con sus gentes y atornillado a su suelo, ha sido fiel a las utopías del Evangelio. Dotado de un corazón libre y un poco salvaje, está marcado por una permanente búsqueda de sentido en dirección al abismo de la interioridad, por una pasión por el lenguaje, por la tendencia tenaz, incesante y obsesiva a decir lo inefable, lo que nos toca más a fondo el sentido mismo de nuestra existencia.
Este hombre inquieto, intuitivo, locuaz y, sobre todo, bueno, que se ha alimentado de silencio para escuchar las voces íntimas que hablan sobre el vivir y que ,a hora, volviendo a sus orígenes, prefiere simplemente, al vida desnuda, sin adornos o, mejor, adornada de la misma desnudez. Esperanzado, nos explica cómo el amanecer gris de algunos días aciagos se transforma en la luminosidad del amor.
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***Enviado por José Antonio Hernández Guerrero,
catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y
Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y
articulista.
El profesor fue el "Padre Hernández", el primer cura de la parroquia de San Pablo de Buceite, y cura en Jimena a mediados del siglo pasado.
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