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AUNQUE, repitiendo los principios evangélicos, todos reconocemos que el amor es la clave que interpreta todos los enigmas humanos y la fórmula que resuelve todos los problemas de la convivencia, en la práctica, no lo aplicamos con la coherencia ni con la asiduidad que sería de esperar. A veces, temiendo que nos ciegue y nos despiste, neutralizamos su posible influencia e, incluso, actuamos en contra de sus dictados. Es frecuente, también, que lo cubramos de apariencias rígidas, que lo disimulemos con máscaras grotescas, para evitar que los demás adviertan su poderosa influencia. En contra de las explicaciones que lo definen como un mero impulso expansivo, como una fuerza generosa o como una donación gratuita, el amor constituye el procedimiento que más nos enriquece personalmente, el que más sufrimientos nos genera y el que más goces nos proporciona. Nos hace fuertes y valientes, y, al mismo tiempo, vulnerables y cobardes. A pesar de que sabemos que es el capital más rentable, solemos invertir en él nuestros recursos con una asombrosa parquedad.
A veces, por confundirlo con el gusto, con el interés, con el deseo o con la pasión, afirmamos que el amor es ciego, incontrolable y, por lo tanto, imposible de orientar, de frenar o de estimular, pero los destinatarios preferidos del amor de los que se dicen creyentes, han de ser aquellas personas que sufren, aunque no despierten apetencias o aunque no resulten atractivas, agradables ni beneficiosas.
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***Enviado por José Antonio Hernández Guerrero,
catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y
Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y
articulista.
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