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SI en el mundo actual nos resulta difícil llamar por su propio nombre a esa “maldad” que, a veces, se aloja en el fondo secreto de muchas de nuestras decisiones aparentemente bien intencionadas, todavía bastante más extraña suele ser la valoración positiva y la denominación explícita de la “bondad” concebida como la senda más segura y más humana para lograr la felicidad personal, y como el surco más fértil en el que hemos de sembrar las semillas del bienestar colectivo.
Hemos de admitir que es escaso su aprecio como un valor socialmente cotizable, como un bien supremo y como el objetivo último de nuestras actividades profesionales, sociales, económicas y políticas. Para referirnos a los comportamientos morales valiosos, preferimos emplear unos términos más ambiguos o unas expresiones más parciales. En vez de afirmar claramente que una persona es “buena” -quizás para evitar que la confundan con un ser débil- preferimos llamarla “íntegra”, “cabal”, “coherente”, “noble”, “leal”, “honrada”, “ejemplar”, “auténtica” o, simplemente, “humana”.
En mi opinión, esta devaluación de la palabra “bondad” se debe a la escasa estimación de algunos de sus ingredientes esenciales en esta sociedad pragmática y materialista, en la que no apreciamos positivamente unos hábitos tan importantes como la generosidad gratuita, el servicio desinteresado, la abnegación altruista, el perdón de las ofensas, el reconocimiento sereno de los propios errores, el trabajo oculto, la comprensión de las conductas ajenas, la paciencia, la sencillez sin fingimiento, la modestia recatada, la prudencia sensata, la humildad sincera, el sufrimiento callado e, incluso, la resignación serena ante los males irremediables.
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*** José Antonio Hernández Guerrero es catedrático
de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club
de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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