La cena de Nochebuena -cena de recuerdos y de deseos- es una de las señales que, de manera gráfica, marca el paso y el peso de los años; mide el ritmo vertiginoso y el curso irrevocable del tiempo, y dibuja la curva en espiral de la vida humana. Esta cena -una costumbre familiar que ha logrado un considerable grado de formalización- pone de manifiesto la necesidad humana de verbalizar y de escenificar los encuentros humanos, de ritualizar los gestos de acercamiento mutuo y de sacralizar los comportamientos colectivos.
La cena de Nochebuena es una ceremonia de liturgia civil que, en nuestra sociedad occidental, de manera progresiva, se ha ido ajustando a unas pautas estrictas de comportamiento y en la que los diversos "actores" representan unos papeles que, en cada familia, están definido de antemano de una manera rígida y minuciosa.
Los alimentos -el pavo prensado, los langostinos atigrados, las tabletas de turrón de Jijona- los vinos de marca y de una cosecha acreditada, los licores y los cavas, los vestidos, la decoración del salón y la disposición de la mesa, el "nacimiento" y el "árbol", las lucecitas multicolores, la distribución de los comensales, los tristes villancicos que se cantan y hasta los programas de televisión que sirven de telón de fondo, responden a unas "rúbricas" que no podemos transgredir, si pretendemos que la cena sea eso: una "cena de Nochebuena".
Es una cena -nostálgica y depresiva- en la que pasamos lista a los miembros ausentes de la familia, a los que han fallecido y a los que están lejos; en ella tienen especial protagonismo los niños, con sus gracias, y los viejos, con sus recuerdos; en ella actúa inevitablemente el tío gracioso que cuenta el último chiste, y el sobrino "malage" que gasta la broma pesada; pero, sobre todo, es una cena en la que nunca pueden faltar dos personajes característicos: el experto catador de caldos, que explica con detalle las cosechas mejores y los supermercados en los que se encuentran los vinos más exquisitos, y el señor mayor -no siempre demasiado anciano- que, año tras año, con tono sentencioso y con gesto grave, solicita atención y cariño, anunciando que es el último que lo pasará en compañía de los demás, lamentando que ese trozo de turrón, que ceremoniosamente se lleva a la boca, sea, posiblemente, el último que comerá. Y lo malo es que, alguna vez a buen seguro, se cumplirá su pronóstico de manera fatal. Les reitero –queridos amigos- mis hondos deseos de felicidades, en plural y con minúsculas. Un abrazo agradecido.
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*** José Antonio Hernández Guerrero es catedrático
de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club
de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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