martes, 28 de mayo de 2013

"Los molinos de viento", por José Antonio Hernández Guerrero

Cuando Don Quijote afirma que los molinos de viento –esos artilugios que giran y muelen- son gigantes, nos descubre que los gigantes –esos seres inhumanos dotados de excesivos poderes- son molinos de viento.
 Gracias a Don Quijote descubrimos que los molinos de viento, las máquinas, los motores y la técnica son, o pueden ser, “desaforados gigantes” que ponen en peligro la supremacía del hombre, pero, también que algunos seres humanos que se encaraman en las peanas del poder físico, económico o militar, son molinos que se mueven por la fuerza cambiante de los vientos y que trituran, con sus avarientas e insaciables muelas, el trigo de los valores humanos.


Cuando leemos que Aldonsa, es una campesina, contemplada con los ojos penetrantes de Don Quijote es Dulcinea, la emperatriz del Toboso, una doncella de belleza no hay otra igual en el mundo entero, nos anima para que descubramos esa belleza inédita en la mirada, en las expresiones y en los gestos de tantos seres humanos que no han aprendido mirar. Si la descripción de la ínsula Barataria nos revela cómo, efectivamente, en cualquier pedazo de esta tierra podemos localizar nuestro paraíso perdido o soñado, si no fijamos con atención, podremos llegar a la conclusión de que una sencilla venta al borde de un camino es, o puede llegar a ser, una mansión, un palacio o, sin duda alguna, un airoso castillo. 

Esta lectura nos pone de manifiesto cómo Cervantes, vitalista y, al mismo tiempo escéptico, exuberante y entusiasta, con la pintura de Don Quijote nos muestra que la literatura, no sólo es una forma de conocer al hombre, no sólo es una teoría de la vida humana, una senda por la que el hombre se conoce a sí mismo y a otros hombres, sino también es una vía, si no la única, sí complementaria, para lograr la sabiduría de la vida.

Desde que, hace ya varios años, escuché de labios de Francisco Calvo Serraller que “sólo admiran los admirables”, no he cesado de prestar atención, tanto a aquellos ciudadanos que muestran admiración como, especialmente, a los que, por el contrario, nunca encuentran motivos válidos para expresar una agradable sorpresa o una entusiasta valoración de los objetos o de los comportamientos ajenos. No exageraré afirmando que este freno al elogio crítico es consecuencia de la mezquindad, de la envidia o de la tacañería, pero sí declaro que esta contención admirativa puede ser una barrera que limite o anule el disfrute de tantas cosas buenas como tenemos  a nuestro alrededor.

Algunos están ingenuamente convencidos de que, minusvalorando a los demás compañeros y colaboradores, su tallas crecen, y, a veces piensan que, por el contrario, su prestigio disminuye, si elogian a los otros. La experiencia acumulada me confirma que abundan los que, incluso, adoptan un tono de presuntuosa superioridad, cuando afirman que, incluso sus amigos,  no son tan importantes como se ellos creen.

En mi opinión, para recrearnos con mayor fruición, deberíamos mirar con atención e identificar los aspectos buenos, bellos y amables de los continuos espectáculos que nos ofrecen los que son diferentes a nosotros, a nuestros lugares y a nuestras cosas. No podemos olvidar tampoco que la capacidad de admiración, además de una exigencia básica para el avance científico, técnico y artístico, constituye un factor motivador incluso para “vender nuestros productos” y, por lo tanto, para mejorar nuestro bienestar y nuestra economía. La disminución o la carencia de la capacidad de admiración son claros síntomas de envejecimiento y de decrepitud, pero también pueden ser las consecuencias de una miopía mental o de una ceguera estética. Si, por ejemplo, en una catedral sólo vemos una acumulación más o menos ordenada de piedras, podemos concluir que carecemos de conocimientos o de sensibilidad para disfrutar de la arquitectura.

Si pretendemos aprovechar el jugo de la vida, hemos de aprender a apreciarnos a nosotros mismos y a valorar la realidad que nos rodea; sin admiración, la vida es anodina y puede llegar a perder su sentido. Pero, no olvidemos que, más que los objetos, los episodios o las personas, es nuestra mirada la que descubre ese algo nuevo y bello que todos los seres encierran; por eso es necesario poseer un alma joven y sensible para penetrar en el fondo de las cosas y para descubrir sus mensajes.

El gran peligro que nos acecha en esta vida es acostumbrarnos a lo bueno y perder el aliciente de novedad que encierra cada uno de los minutos que vivimos. Hemos de evitar el hábito de ver como normales a las personas buenas y valiosas e, incluso, deberíamos corregir esa costumbre tan extendida de menospreciar las cosas bellas: hemos de luchar para no caer en la rutina, la gran arrasadora de la vida; hemos de superar la tendencia a infravalorar, hemos de luchar contra el desencanto y hemos de prestar atención para ver nuestras cosas como recién estrenadas.
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*** Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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Ilustración de blog.mireyaduart.com

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