Antes de seguir con los comentarios de temas de actualidad, permíteme que te responda a tu oportuna pregunta. Pretendes conocer el criterio que aplico para elegir a los personajes y -lo que es lo mismo- quieres saber cuáles son los rasgos que, de ellos, atraen mi atención. “¿Por qué -me dices- te ha dado ahora la manía de retratar a gente sin importancia?” “¿No habíamos quedado en que la Historia -con mayúscula- es la narración de hechos importantes realizados por gentes importantes?” “Yo creía -afirmas- que en los periódicos sólo salían los personajes célebres: los grandes políticos, los científicos eminentes, los artistas geniales, los deportistas campeones, los santos venerables o los héroes valerosos”.
En mi opinión -te contesto- las letras mayúsculas de los episodios nacionales, los atuendos vistosos de las personalidades eminentes y los gestos solemnes de los actos suntuosos velan la naturaleza real de sus cualidades substanciales; ocultan la esencia íntima de los valores humanos. La calidad de una persona y la categoría de un pueblo -igual que ocurre con el sabor de un plato bien condimentado- dependen de cualidades morales que están ocultas en las entrañas íntimas de su conciencia.
En mi opinión -te contesto- las letras mayúsculas de los episodios nacionales, los atuendos vistosos de las personalidades eminentes y los gestos solemnes de los actos suntuosos velan la naturaleza real de sus cualidades substanciales; ocultan la esencia íntima de los valores humanos. La calidad de una persona y la categoría de un pueblo -igual que ocurre con el sabor de un plato bien condimentado- dependen de cualidades morales que están ocultas en las entrañas íntimas de su conciencia.
Esta es la razón por la que me interesan las personas más que los personajes. Me fijo en los seres que, impropiamente, llamamos “anónimos”: en esos individuos ignorados que, aunque no exhiban títulos rimbombantes, poseen, como es natural, nombres y apellidos. Fíjate cómo, cuando me refiero a políticos, científicos, artistas, sacerdotes o deportistas, destaco, sobre todo, esas cualidades escondidas que definen su talante más que su talento, su ética más que su estética, su bondad más que su santidad, su sencillez más que su grandeza, su sobriedad más que su exuberancia, sus silencios más que su elocuencia y su discreción más que su pedantería. Por eso les presto mayor atención cuando, en el atardecer de sus vidas, ya jubilados o fallecidos, han descendido de los elevados sitiales, han abandonado las confortables poltronas y se han despojado de ornamentos, de capisayos, de insignias y de galones. Entonces es cuando podemos descubrir la verdad que llevan dentro.
Pero es que, además, muchas de las personas sencillas, sólo conocidas y apreciadas en los ámbitos familiares -los individuos modestos que no han sido beatificados en procesos canónicos ni santificados oficialmente por las curias políticas, periodísticas o académicas- están dotadas de una serie de valores que las hacen dignas de ser reconocidas, respetadas, admiradas y, en la medida de lo posible, imitadas.
Ya he confesado a algunos lectores que mi propósito no es componer apologías o panegíricos, destinados a elaborar un santoral laico o un martirologio patriótico, sino, simplemente, sacar a la luz las virtudes sencillas que dotan de consistencia y proporcionan solidez a las vidas normales de los seres comunes, de las personas ordinarias, que conviven con nosotros y que escapan a la arbitrariedad de la existencia.
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*** Enviado por José Antonio Hernández Guerrero,
catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director
del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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