El ejemplar comportamiento de los ciudadanos japoneses, tras sufrir el devastador terremoto y el siguiente tsunami, constituye una estimulante demostración de lo beneficioso que resulta controlar la expresión de las emociones, incluso, en esas situaciones catastróficas.
En contra de los disturbios producidos en desastres naturales ocurridos en otros lugares, en los que el pillaje aumentaba las pérdidas y multiplicaba los efectos nocivos, en esta ocasión hemos podido comprobar cómo, gracias al control de las emociones, ha reinado el orden y la disciplina. Es cierto que los llantos, las quejas, las lamentaciones y hasta las rabietas son las válvulas de escape que liberan las presiones emocionales que dañan la mente, el organismo e, incluso, las relaciones sociales, pero también es verdad que, cuando se lanzan de manera descontrolada, hacen irrespirable el ambiente y dificultan la adopción de las medidas acertadas.
Aunque algunos comentaristas han caricaturizado el comportamiento frío y ordenado de los nipones explicando que su origen nace en el régimen dictatorial en el que han vivido durante siglos, en mi opinión este autocontrol es la expresión de una educación ciudadana cuyas coordenadas principales son dos: la disciplina personal -que dosifica la expresión de los sentimientos- y el sentido comunitario -que reprime el excesivo individualismo-. En esa situación de emergencia han sido posibles el orden en la evacuación, la disciplina de los equipos de rescate, la ausencia de saqueos en ciudades destruidas y la cooperación en los trabajos de limpieza porque, previamente, los ciudadanos estaban entrenados y porque han sabido dominar sus emociones en otras ocasiones menos graves. Esos comportamientos disciplinados revelan, sobre todo, un elevado nivel de educación que, como es sabido, consiste en el dominio de los propios impulsos, en el respeto a los convecinos y en la permanente disposición a la colaboración. Aunque todos conocemos la teoría de que los gritos estentóreos, las lágrimas desbordadas y la histeria colectiva aumentan la ansiedad, dificultan el hallazgo de las soluciones e impiden los trabajos de reconstrucción, si, en los momentos decisivos no somos capaces de dominar esos impulsos es porque, previamente, no hemos adquirido el hábito de controlarlos. Lo peor, a mi juicio, es que muchos de nosotros hemos olvidado que la educación –en los distintos niveles y en los diferentes ámbitos- consiste, sobre todo, en ayudar, hábil y pacientemente, en la adquisición de unos hábitos de comportamiento, en el cultivo de esos valores y de esas virtudes cuyo denominador común es el dominio de los impulsos emocionales.
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