Juan Rondón Rodríguez.
Si el otro Quintero, el de la tríada popular, el de las coplas como hilvanes, le hubiese tenido que componer una romanza republicana con acordes tricolores, habría subrayado su estirpe rebelde y su impronta revolucionaria. Pedro Garfias, como al cielo de Asturias, seguramente lo hubiera calificado de inquebrantable y Hernández, tal vez, habría conversado con él sobre andaluces de relámpagos forjados en los yunques...
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Lo traté más intensamente hace muchos años, a principios de los setenta, cuando el régimen galopaba cuesta abajo camino de su final, cuando el mundo nos guiñaba un ojo sabe dios con qué intención, cuando alimentábamos utopías y pergeñábamos ideales en la mesa más recóndita de un bar de pueblo y al calor de un tintoconcasera y tapa de salmorejo.
Era el tiempo de los viajes interminables en busca del oxígeno liberador y del bálsamo de los emblemas, cuando el Audi-A8 tuneado todavía era un modesto renó-ocho achacoso y precario, auténtico y abanderado vehículo oficial a lo pobre y a escote que, para moverse, nos hacía rascar las últimas pesetillas esparcidas por los bolsillos. No tenía gepeese ni pedeá, pero su memoria era tal que se sabía al dedillo todos los caminos que no llegaban a Roma. Era ponerle gasolina y ¡zas! como si conectara un invisible navegador de a bordo, se empeñaba, tozudo, en plantarnos en cualquier lugar donde se invocara revoluciones o se entonara la internacional.
Era el tiempo en que repoblábamos los silencios con los cantos e himnos que nos pasábamos en las casetes, casi siempre con un sonido grave y carrasposo, pero que nos sabían a gloria, a aliento para el combate y la tregua, y que acabábamos aprendiendo de pé-a-pá de tanto play y tanto rew. Pablo Guerrero, Serna, Quilapayún, Víctor Jara, Gerena, Labordeta, Paco Ibáñez, Raimon..., exhortaban con sus mensajes, clamaban por la unidad “de verdad” y alentaban al personal, ya de por sí proclive, con vuelos de palomas y ondear de banderas. Y sus canciones eran dardos de fe que nos llegaban hasta el tuétano, hasta el último rincón de la sangre. “La patria estáaaaaaaaaaa forjando la unidaaaaaaadddd, de norte a sur se movilizará-aaaaaaa, ..., la-rá, la-rá...”
Era también el tiempo en que el pais aún no se paseaba bajo el brazo rico de los progres y no pasaba de ser, en nuestras manos, un humilde mundo obrero, sin precio, tasa ni iva, veinte veces sobado de manos clandestinas con vocación de puños. ¡Oye, pásamelo!, era la consigna a media voz, con tintes de ansiedad y mucho de complicidad. A la noche te lo dejo, casi siempre respondían, en un tono que sonaba como un acompasado a las barricadas, pero en tiempo de espera.
Luego, la transición, la apertura, la eclosión. Luz y deslumbramiento tras las sombras. La libertad sin ira, sin prisa pero sin pausa, reforma sin rupturas, el dedo en la llaga y qué pasa, hermano. Y la utopía pugnando por echarse al monte, y las ideologías ansiando vacaciones pagadas en paraísos perdidos, y los principios tarareando en las cunetas el ay macarena. Por fortuna, todavía en el páramo, seguían quedando las ansias de redención, indelebles y firmes, el espíritu de lucha y los gritos de libertad, y gente abnegada como Juan Quintero, dispuesto a darlo todo y a darse, a dejarse la piel en los mástiles, todo honor, pundonor y coraje, obrero por dentro y por fuera, sin contaminación, sin mácula de visa-oro, calvinklein o moda fashion. Siempre entendió que la apuesta por los otros es entrega y vocación de servicio, sin un duro a la faltriquera, y que el desempeño político sólo puede ser noble en las manos y mentes de gente noble. Noble y sencilla, como él mismo.
Se ha ido hace unos días, utópico y firme, altivo y luchador, como había vivido. De los que ya no se estilan, comentaban algunos en el velatorio. Un buena gente, es el general pensamiento cuando se le nombra.
Fue un guerrero de la causa, y como tal se hizo acreedor al club brechtiano de los imprescindibles. Resulta emocionante comprobar, a mi juicio, que personas como él, desde el anonimato más anónimo, desde la humildad y sencillez más extremas –reciente el caso de Juan José Cortés, el de la niña de Huelva- son capaces en ocasiones de dar lecciones de principio y rectitud a las altas y bajas jerarquías –políticas, judiciales, eclesiásticas, y hasta al sursum cordam-, a todos los altos y bajos poderes, a los venidos y a los por venir, a los de traje, uniforme, sotana o toga, a los mediocres y mediocras, a tirios y troyanos... Mientras eso quede, seguirán vibrando las esencias y habrá razones, al menos una, para la supervivencia en las trincheras.
Nos queda la enseñanza de que, por fortuna para los pueblos, la universidad y el dinero hacen a la gente grande, pero no otorgan titulación de grandeza. Por eso, los elegidos como Juan, debieran convertirse, por méritos propios, en referencias obligadas de esta sociedad tan necesitada de rearme ideológico, de norte sin brújula y de paradigmas morales. Reconforta saber, en fin, que aún quedan resquicios para la esperanza y vientos del pueblo para ondear las banderas de nadie. Y algunos rayos de luz, sin pedestal.
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