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VIDA Y ANDANZAS DE MI AMIGO JULIO ROMERO
Yo nací un 23 de septiembre y Julio nueve días después. Amigos de cuna, vivíamos en el mismo patio de vecinos, fuimos juntos a la escuela de Primaria y juntos acudimos al Instituto aunque nunca compartimos pupitre pues en medio estaban Navarro, Orozco, Perea y Román.
Su padre era oficial administrativo en el ayuntamiento y la madre atendía el despacho de pan que regentaba desde los tiempos de soltera, esquina con calle Marconi.
Al primer fruto del matrimonio, una niña, le llamaron como la madre, o sea Ana. El segundo vástago resultó varón y por imposición del cabeza de familia le bautizaron con el nombre del abuelo paterno: Julio. Como el apellido de la saga era Romero, Julito se convirtió en Julio Romero.
De niño, en el colegio, aceptaba de mala gana las bromas de los compañeros cuando don Andrés pasaba lista y tras el Julio Romero… ¡presente! Alguien sotto voce añadía… De Torres, lo que provocaba hilaridad y enredo en toda el aula.
En Dibujo Julio sorprendía a los profesores por la facilidad y destreza que manifestaba en esa asignatura. Aprovechando recreos y algunas clases por las que perdía el interés, hacía, en cuatro trazos firmes y rápidos, caricaturas de maestros a los que les guardaba cierta tirria logrando una veracidad que a todos alborozaba.
El tutor de curso puso a su padre al corriente de las cualidades que tenía el chaval, recomendándole que, llegado el momento, se planteara la posibilidad de facilitarle el camino hacia Bellas Artes. Así, una vez finalizado el Bachillerato, Julio accedió a cursar estudios superiores en la Escuela “Isabel de Hungría” de Sevilla.
Con 18 años Julito era un joven bien parecido, simpático, pelo negro ensortijado, ojos almendrados color miel, perilla que recordaba a Gustavo A. Bécquer y un aire de galán de cine que lo envolvía todo por donde pasaba.
En la escuela sevillana las bromas y chascarrillos continuaron un tiempo aunque al ser persona extrovertida y haber aceptado de buena gana la coincidencia de nombre y apellido con los del extraordinario pintor cordobés, la novedad fue decayendo hasta pasar a ser una anécdota irrelevante.
De todas las disciplinas, a la que más atención prestaba, y donde mayor maestría conseguía, era el retrato, lo que le permitía obtener buenas notas finales sin apenas esfuerzo.
Ya casi al final de la licenciatura, y aprovechando la primera edición de las becas Erasmus, se plantó primero en Italia fascinado por el sublime equilibrio en los frescos de Rafael de Urbino donde la corrección del dibujo, la austera organización de sus composiciones y la majestuosidad de los personajes, nadie logró imitar. Posteriormente marchó a Francia deambulando por el viejo París en busca de las raíces primigenias del impresionismo, aquel movimiento artístico surgido en el siglo XIX donde la luz lo era todo. Se hizo novio de una soubrette con la que practicaba el francés y que, a pesar de su condición, le introdujo en aquel mundillo displicente y bohemio a la vez que glamuroso y provocador. De su brazo, portando siempre carpeta, lápices y carboncillos, pasaba las tardes en tugurios, cafés y bulevares tomando apuntes de colegas ya consagrados que le sirvieron para mejorar técnica y afinar pinceladas.
A la vuelta, con su experiencia y currículo, y con la inestimable ayuda de un amigo común alto cargo en la Junta de Andalucía, accedió a plaza en propiedad de profesor numerario de Iconografía en la facultad de Historia del Arte de Sevilla.
Su amor por los viajes era equiparable al que sentía por la pintura por lo que no perdía ocasión de apuntarse cuando la Universidad organizaba algún periplo cultural, intercambio o visita a muestras y exposiciones. En las vacaciones de su primer año como docente marchó, por su cuenta y riesgo, a Marruecos recorriendo bacaladitos, jaimas y alcaicerías donde topaba con personajes propios de aquellos lares que Julio, previo pago, plasmaba en sus cartulinas. En una cabila de Mequínez le ofrecieron gozar de una rifeña virgen, pubis rasurado, recién bañada y perfumada con esencia de attar. Julio se aplicó al ritual de iniciación con premura pero con delicadeza, lo que quedó de manifiesto en los gemidos, espasmos y posterior lasitud corporal de la chica que más bien parecía levitar que reposar sobre aquel camastro de lana tundida. Pagados los 300 dírhams acordados, Julio abandonó la mansarda con la certeza de que para ella no había sido la primera vez, convencido del fingimiento en sus respuestas sexuales, pero dando por bien empleados aquellos dineros.
Su admiración por Julio Romero de Torres le llevó a trasladar su residencia a Córdoba, alquilando una vivienda en el barrio de la Judería donde, aprovechando los días de sol, y portando caballete, pinturas y pinceles, tomaba apuntes para ampliar su obra. A veces, al regreso, coincidía en la entrada principal con su vecina, una mujer de tez morena y ojos castaños, caderas poderosas y labios encarnados, envuelta, siempre, en un aire de misterio y evanescencia. Vestida con traje de faya gris recubierto por túnica de gasa blanca que bosquejaba su figura, le esperó una tarde en el vano de la puerta: Vecino, ¿cuándo me va a regalar uno de esos cuadritos?
Julio se lo pensó a propósito y escogió el momento apropiado. Con una acuarela en la que sobre un cielo límpido destacaba la torre de la Calahorra, llamó a la puerta a sabiendas de que el marido, empleado de Caja Sur, estaría en la oficina principal de Cruz Conde.
Ella, apreciando la calidad del cuadro y con una sonrisa más amplia que las anteriores le dijo:
⦁ No sabré cómo agradecérselo.
⦁ Yo sí, contestó Julio.
En ese acuerdo tácito y secreto, y durante varios meses, reconociendo el pecado pero nunca la culpa, intercambiaron cuadros por amor, de forma que todos ganaron: ella, haciéndose de una colección que con el tiempo alcanzaría una valoración crematística importante, el marido satisfecho al ver como su mujer, sin motivación aparente alguna, había sustituido la tristeza y la congoja por una alegría y una jovialidad exultante, y Julio entusiasmado por el ritmo de producción pictórica que la vecina le requería un día sí y otro también.
Así hasta aquel día en que recibió una llamada telefónica de la Hispanic Society of America interesándose por su obra y ofreciéndole la oportunidad de ser contratado como main teacher por la prestigiosa institución neoyorkina.
Desde hace unos años Julio vive allí, en la ciudad que nunca duerme, en un apartamento del Lower East Side, amancebado con una mujer de padre cheroqui y madre negra y monofisita, que se busca la vida cantando canciones de Kurt Weill y Dizzy Gillespie en un club de la calle 48 entre la Quinta y la Sexta avenida. En este tiempo, Julio se ha acostumbrado a policías mal encarados, al viento gélido del Hudson, y al olor acre y retestinado de los puestos callejeros de hamburguesas. Los fines de semana los dedica a visitar los numerosos museos de la ciudad porque en la pintura como en la amistad uno tiene sus preferencias, y porque en esta época de reproducciones chuscas y baratas estos santuarios tienen la sagrada tarea de custodiar obras de una belleza y un valor inconmensurable.
Hace un par de días le llamé para saber qué tal le iba. Here, happier than a partridge, respondió.
(continuará)
1 comentario:
Julio cuando vengas de vacaciones a España llévame contigo. Ya le paso mi teléfono a Mata
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