martes, 11 de julio de 2017

"La legendaria ciudad de Succubo", por Eduardo Navarro Er Pedagogo Jimenato

Eduardo  Navarro en buceite.com

De su blog Andalucía y la Educación.
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“Por tu admirable pasión y amor por la historia, va por ti Lorena”

En el horizonte se dibujaban las columnas de Melkart, perfectamente definidas con el poniente. Melek tenía la mano sobre el hombro de Amma, su hija, que admiraba prendada el paisaje con sus grandes y hermosos ojos negros, le palpitaba con fuerza su corazón, de la misma forma que le ocurrió a su madre la primera vez que divisó las costas del Líbano.

Aunque no es en este lugar ni el momento donde comienza esta historia. Melek tenía que cumplir una promesa que había hecho a la única mujer que había amado en el lecho de muerte. Era un fenicio, un marinero avezado que tenía el corazón roto y ni siquiera calmaba su dolor ante la entrada a la puerta del mundo desconocido, ya hacía tiempo que pensaba que este paso para su pueblo estaba más cercano a alcanzar grandes riquezas que a descubrimientos sorprendentes.

Había transcurrido un tiempo desde que el Oráculo de Tiro había vaticinado que sus hijos fundarían una ciudad en los confines de la tierra. Donde debían erigir un santuario dedicado a Melkart, el patrón de la ciudad fenicia, el dios marino, agrícola y de las colonizaciones. Debía ser uno de los templos más famosos de su tiempo, como un tributo a todos los que se internaban en el tenebroso mar de los atlantes.

De esa forma nacía Gadir, la colonia fenicia más antigua de occidente. Se había convertido en todo un emporio fenicio, en dónde llevaban las hermosas tinturas de púrpura, las resistentes maderas de cedros y abetos,  ricos ajuares de marfil, de coral y ámbar y soberbios abalorios. Para negociar con las abundantes cargas de metales  de Tartessos. Tal abundancia había en plata y tanta la avidez de los fenicios para obtenerla, que el viaje de retorno usaban anclas con este metal para originar la máxima ganancia.

Melek pertenecía a una antigua familia de armadores de Tiro, que controlaba buena parte del emporio de Gadir,  aunque no tenía el alma de comerciante, rara avis para un tirio de pura cepa, si además se tenía en cuenta sus raíces naturales. Sin embargo decidió dedicarse a fabricar barcos para la ciudad.

No cualesquiera, sino los mejores barcos de Tiro y los de mayor belleza. Con abetos de Senir construía sus cascos; tomaba cedro del bosque de Tannourine para construir sus palos y con roble de Basan fabricaba sus remos; las velas de lino bordado de Egipto y vertidos de púrpuras de tinte que el mismo fabricaba y que sólo él conocía el secreto, para esa codiciada textura y figuras en su velamen.

Aunque antes le animaba la misma avaricia por las riquezas que a sus hermanos. Su vida cambio cuando capitaneaba un grupo de embarcaciones rumbo a recoger metales de Tartessos. Cerca de Calpe, en la bahía que formaba en el interior, anclaron su flota en una antigua ciudad costera  e iniciaron una expedición hacia el interior para abrir nuevas rutas.

En el camino, en una de las ciudades más insignes de la Turdetania, situada entre Tarsis y “el Mar entre tierras”, no muy alejada de las columnas de Melkart donde se hallaban sus naves, se encontraba la legendaria ciudad de Succubo. Ubicada en la falda de un monte, abrazada por un río que se envolvía en una rica vegetación.

Se trataba de un lugar estratégico, de rutas de pasos, con una excelente producción de vino, madera y ganado. Se situaba encima del cerro y, adaptado a él, se fortificaba con una cerca jalonada de torreones rectangulares, al menos en la ladera situada hacia el este en toda su extensión. Con dos bastiones circulares, uno en su zona sur y en otro en la zona norte. En la ladera hacia el oeste comunicaba con el conjunto de la población, amurallado, que se derramaba los hogares hacia el río.

A su llegada fueron recibido por Abida, quién detentaba mayor poder en la asamblea, formada por los que ostentaban mayor erudición, junto con los que exhibían mayores riquezas. Abida, de rostro serio y enjuto, lucía una poderosa falcata de doble filo, para extrañeza  de Melek, obrada en hierro de calidad. Era evidente que era muy respetado.

Aunque quién verdaderamente supuso un cambio profundo en su vida, fue su hija, Zehiar. De pelo negro rizado y ojos negros profundos, desde el primer momento que sus miradas se encontraron había nacido ese amor entre ambos que se rodea de lazos imperecederos.

Zehiar también era muy respetada en Succubo, porque tenía poder sobre las serpientes. Cuando en las pequeñas casas circulares de los campesinos los niños estaban atemorizados porque rondaba la casa alguna gran serpiente, Zehiar sabía atraerlas y rodeaban su cuerpo, para trasladarlas fuera de la población, a la otra orilla del río, ya no regresaba jamás, aunque siempre retornaba a lugares cercanos para volver a verla.

Melek, que desde su infancia había conocido el culto a Astarte, diosa tutelar de Tiro, admiraba con asombro. Astarte conocida como la Diosa de las serpientes, lo era también del amor y de la fecundidad, que hacía que Zehiar le resultara, si cabe, más atrayente.

En un día que el cielo estaba diáfano desde lo más alto del Torreón del sur, desde allí se contemplaba las columnas de Melkart y ella le dijo que quería llevarle a un abrigo a medio día de camino de Succubo, en dirección noroeste, que se podía observar su ubicación desde la misma fortaleza. Lugar que contaba con reminiscencias mágicas desde tiempos arcaicos. Allí quería jurarle eterno amor.

 
Extraído en Buceite.com
Melek preparó una vasija con la tinturas fenicias, de la forma que su madre le enseñó. En el abrigo quería mostrarle saberes antiguos de su pueblo de mar. Aunque nadie conocía la receta exacta de sus tinturas, las leyendas decían que Melkart paseaba a orillas del mar con su perro y éste se había teñido la nariz de rojo intenso al oler un extraño molusco que se encontraba fuera del agua.

En el abrigo consagraron su amor, en ese mismo lugar gestaron a Amma. Por ello en su lecho de muerte Zehiar había hecho prometer a Melek que llevaría a Amma a Succubo, donde realmente pertenecía, porque sin el vínculo de ella sus raíces y su esencia quedarían perdidas. De la misma forma prometió que antes de retornar visitaría con su hija el abrigo donde había nacido su amor por vez primera y más intensa.

Así que cuando Melek entró en Succubo prestaba atención de como Abida se encontraba lleno de llanto hondo, también de alegría, al saber de la muerte de su hija y conocer por vez primera a su nieta, era como abrazar a su hija de nuevo cuando era pequeña.

Melek partió hacia el abrigo, en el último trayecto que haría con Amma. Observaban las pinturas en silencio sentados y abrazados delante de ellas. Su madre le había contado tantas veces aquella historia. Como su padre dibujaba los saberes antiguos de su pueblo. Los barcos eran la máxima expresión de los fenicios, su condición vital, toda una cultura volcada al mar. Gracias a los conocimientos heredados de “los Pueblos del Mar”.

Hacía que en el silencio, abrazada a su padre, Amma sintiera dentro de su alma la voz de su madre, narrándole las historias que en su día su padre le había contado a ella en ese abrigo. Eran distintas embarcaciones y técnicas navales, representando todo un escenario naval. Era todo un amor verdadero.

Cuando asomaba el atardecer, en silencio, sin perder la vista el uno en el otro, regresaron a Succubo llenos de tristeza, palpándose el amor profundo que se profesaban el uno por el otro, era su último trayecto y ambos lo sabían, el viento comenzaba a cambiar y les llegaba el olor del mar de su pueblo, que se hundía en sus corazones como una herida que no se puede curar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

guauuu!!!!! lo mejor que has hecho erpedagogo