Relato histórico primer premio del Concurso de Relatos Cortos, edición 2010, que organizaba el ayuntamiento de Jimena., de Manuel Mata Pacheco, con el que estrena su sección en Biblioteca Abierta.
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A MEDIADOS de junio de 1.789 todos en el pueblo tenían la certeza del inminente cierre de la Real Fábrica de Munición de Artillería. Una serie de avatares como la muerte de Carlos III, su principal valedor, los nuevos aires políticos impuestos por ministros liberales como Jovellanos, y la falta de fe en la toma de Gibraltar dado lo inexpugnable del enclave, marcaron el final de su breve existencia.
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A MEDIADOS de junio de 1.789 todos en el pueblo tenían la certeza del inminente cierre de la Real Fábrica de Munición de Artillería. Una serie de avatares como la muerte de Carlos III, su principal valedor, los nuevos aires políticos impuestos por ministros liberales como Jovellanos, y la falta de fe en la toma de Gibraltar dado lo inexpugnable del enclave, marcaron el final de su breve existencia.
De todas maneras la población vivía inmersa en lo que hoy podríamos denominar una ”burbuja económica”. Posadas, timbas, casas de lenocinio, colmados y garitos ofrecían, hasta altas horas de la madrugada, un continuo ir y venir de gente alegre y bullanguera.
El dinero se ganaba fácil y se gastaba rápido.
Pedro Cárdenas que por entonces tendría unos 34 años, gastaba bigote recio que más tarde popularizaría la Guardia Civil, cabello negro azabache, abundante y ensortijado, manos de arpista y mirada brillante como la de una abubilla.
Con gran talento y visión comercial, los Cárdenas regentaban la tienda de tejidos, manufacturas y sastrería a medida, “La Ecijana”, nombre anterior al propio negocio y a la memoria de la familia. Único establecimiento del ramo en Jimena, hasta allí se desplazaban lugareños de todo el contorno para adquirir unos trajes que gozaban de justificada fama en cuanto a calidad y buenas hechuras.
El taller de sastrería estaba ubicado en la planta baja del número 2 de la calle de La Loba y la vivienda en el piso superior. Una casa pintada de cal hasta los sardineles, colgajos de campánulas verdes y amarillas en la fachada y tiestos de flores en el alfeizar. Cubría el vitral una reja que, según los vecinos, era la misma que durante miles de años cerró la mazmorra de la torre del castillo y que Pedro Cárdenas y sus hermanos desjarretaron, con ayuda de ganzúa y cincel, una noche negra y fosforescente como maldición gitana.
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Los ventanales traseros de la sastrería daban al río Hozgarganta para aprovechar mejor los rayos del Sol. Allí se amontonaban chaquetas de cuadros escoceses, calzones de cordero merino vuelto, libreas de lana de Ezcaray, sayas de muselina, hombreras con brocados, paños de seda de San Fernando, blusones y chalecos con leontinas en los bolsillos. Tijeras y alfileres, tizas y afilatizas, reglas y cartabones, cintas métricas, planchones y un jilguero mixto que alegraba las tediosas jornadas de trabajo.
Pedro -hombre inquieto y emprendedor- ofrecía a sus clientes la posibilidad de probar patrones, ajustar costadillos o hacer la prueba final a domicilio. Eso sí, con el consiguiente recargo en la factura.
Por eso a nadie extrañaba las continuas idas y venidas a la casa de D. Pablo Varela, gobernador de la plaza y máxima autoridad de la fábrica, incluso a horas en las que éste se encontraba en su despacho oficial, estudiando las innovaciones tecnológicas del fundidor Joaquín Pereira o intentando cuadrar números con el contador Manuel Behic.
Pero estaba su esposa, doña Dolores de Soldevilla, palentina de Cervera de Pisuerga, mujer menuda, del color de la miel de naranjo, pechos de soprano y moño ajarifado, ante la que no era posible distinguir la línea divisoria entre el encantamiento y la congoja.
La tarde que el sr. gobernador tuvo que volver precipitadamente a casa a recoger su binóculo y encontró al maestro-sastre entre las piernas de su, hasta ese día, santa esposa, alegando no sé qué medidas para la confección de no sé qué prenda de ultimísima moda, era nublosa y con clamor de truenos en el horizonte.
Nuestro hombre apenas tuvo el tiempo justo de subir por calle Cuesta, recoger el maletín de tijeras rondeñas y, lívido y desamparado, dejar que el caballo que le prestó Eufrasiano el contrabandista, se hiciera cargo de su destino.
Poco después, nunca sabremos con qué intenciones, un piquete compuesto por dos guardalmacenes, el comandante rondines y el capellán de la Real Fábrica, armados de arcabuces y facas, recorrían las calles de Jimena en busca de Pedro Cárdenas.
La Providencia, y la costumbre que tira en los animales tanto o más que en las personas, hicieron que al cabo de dos horas, “Bellaco”, que así se llamaba el jamelgo, y su jinete, se encontraran frente a la colonia británica de Gibraltar cual soldado ateniense ante su Abaton particular, suspirando e intuyéndose sobreviviente a una tragedia que, por fortuna para él, nunca llegó a ocurrir.
El asedio a la plaza colonial y las férreas restricciones habían terminado 6 años antes, por lo que no fue difícil comprar, por 55 reales de vellón, el salvoconducto y pasar la frontera, camuflado entre buhoneros, artesanos, barberos-sacamuelas y prostitutas que trabajaban para ambos bandos.
Tampoco, en aquel tiempo, la ciudad calpense era lugar seguro ni recomendable. Por
las angostas y sucias callejuelas pululaban mercachifles, traficantes de esclavos, prestamistas, testaferros de negocios turbios, soldados pakistaníes al servicio de su Graciosa Majestad, y gente de mal vivir.
Al día siguiente, sin saber muy bien qué hacer con el resto de su vida, Pedro Cárdenas vagabundeaba por el puerto, oteando el horizonte y respirando la salada brisa de poniente que había dejado una mañana bruñida y transparente.
Tras mucho pensarlo, malvendió su caballo y se decidió por “Le Couranne”, un galeón a vela y remo, de tres palos y noventa varas de eslora, dedicado a cabotaje, estibado de mármol de Almería para la reconstrucción de la escalinata principal de Notre Dame, y que soltaba amarras a mediodía dada la calima reinante.
El capitán, un normando de boca despernancada, desplegaba en el buen tiempo unas lonetas sobre las cuadernas de toldilla para alojar allí a posible pasajeros mediante el pago de un módico estipendio.
Sin embargo Pedro Cárdenas, ante la carencia de especialista voluntario y su buena vista, fue contratado como vigía nocturno.
Allí, en lo más alto del palo mayor, acompañado sólo por una gaviota insomne, que a la segunda noche ya comía de su mano mendrugos de pan inglés, Pedro daba vueltas a las incógnitas que el azar le podía tener reservadas.
Entre cabezada y cabezada, escudriñaba por la amura de tierra en busca de filibusteros y piratas de bajura, cuya principal ocupación era el cobro del “Impuesto de Pase”, creado y gestionado por ellos mismos, a todo barquichuelo que se atreviera a doblar el cabo de Punta Europa sin la escolta oportuna. Durante el día dormitaba en la bodega mientras el resto de la marinería se afanaba en las labores propias baldeando cubiertas, afianzando las sentinas de carga, o limpiando puente y pañoles.
Por fin, tras 20 días de navegación peleando por sobrevivir a las perversidades de la incertidumbre y al fuerte oleaje del golfo de Vizcaya, el “Couranne” viró a babor, embocando la ría del Sena camino de París.
El ínclito jimenense quedó maravillado ante la belleza que a medida que remontaban el río se ofrecía a sus ojos: El rosetón gótico flamígero de Sante Chapelle, los palacetes del Boulogne, los chapiteles de la iglesia de Juan Sin Miedo, el incipiente centro industrial de Billancourt, los bulevares concéntricos...
Pedro Cárdenas, camisa de organdí, borceguíes de badana y jubón tono pastel, bajó a tierra al amanecer del 13 de julio de 1.789.
Una extraña sensación de que algo irremediable iba a ocurrir lo envolvía todo.
A sus oídos llegaban voces lejanas, ecos de pisadas, redobles de tambor; algo así como una reverberación que reproducía la sacudida de un temblor desconocido hasta entonces:
“Allons, enfants de la patrie,
Le tour de gloire est arrivé “
Una exaltación, un entusiasmo colectivo, un poder mágico concentrado en una única idea, arrastra a los pobres, a los parias, a los desheredados de los arrabales de Paris, al asalto de la Bastilla al compás de una melodía que hace vibrar en sus corazones proclamas y credos no escuchados nunca antes.
Amour sacré de la patrie,
Conduis, soutiens nos bras vengeurs ¡
Liberté, liberté chérie,
Combats avec tes défenseurs ¡
¡! Libertad, Igualdad y Fraternidad ¡!.
… O al menos eso decían.
Más tarde, cuando todo se calmó y dejaron de rodar cabezas. Cuando Danton, y Robespierre, desparecen -para siempre- de la escena política, cuando se asienta el “nuevo orden establecido”, nuestro sastre errante alquiló una mansarda de paredes trinitarias en el piso superior de “Maison Nicöle” , contrajo matrimonio civil con la hija de la dueña, y afrancesó su nombre:
Pierre Cardín.
Con el paso de los años Pierre -recuerden, hombre inquieto y emprendedor- inventa la pasarela, crea la figura de la modelo, la ropa de marca, y funda un imperio en el mundo de la moda, la alta costura y la confección que aún hoy sus descendientes conservan y magnifican por el mundo entero.
... Pero ésa es ya otra historia.
Muy buen comienzo de historia y de pulcra literatura. Supongo terminará con los presentes Cárdenas, hoy más artistas del cante que de la aguja. Pues la sastrería terminó con su padre, último sastre de Jimena.
ResponderEliminarDe todas formas nos quedamos con "regustillo" de lo poco, de la historia inacabada "Pero eso será otra historia".
No seas malo Manuel Mata y ofrécenos -con esa rara pero amena literatura de palabras técnica del oficio y nombres antiguos- conocer el resto de la historia que tan galántemente nos has brindado con la copa de su inicio.
Muchas gracias
pero todo esto es verdad ????
ResponderEliminarExcelente relato.
ResponderEliminarMuy bueno el relato corto.Muy bien
ResponderEliminarentroncada la realidad/ficción .
Enhorabuena a su autor .
Manolo te tienes que prodigar mucho más. Una historia excelente.
ResponderEliminarEstará muy bien escrito pero yo lo he tenido que leer tres veces y las dos ultimas con un diccionario al lado.
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