Con sus gestos sorprendentes, con sus actitudes amables y con sus palabras claras, Francisco, el Obispo de Roma, pretende, más que llamar la atención sobre sí mismo, marcar las líneas maestras de una nueva cultura eclesial y explicar las sendas por las que han de discurrir los cambios de hábitos de los jerarcas eclesiásticos y de los creyentes cristianos.
Con sus sencillas recomendaciones, formuladas con expresiones tan coloquiales como “salir a la calle”, “armar lío”, “no dejarse excluir” o “cuidar los extremos de la vida”, nos apremia a todos los miembros de la Iglesia para que nos “convirtamos” al Evangelio. De manera directa y explícita nos estimula a todos para que cambiemos las costumbres eclesiásticas, y para que copiemos el estilo evangélico partiendo del supuesto de que la crisis actual de fe obedece, más que a la fidelidad a los dogmas teológicos, a la incoherencia de nuestros comportamientos.
Mucho me temo –me dice un sacerdote amigo- que los cambios se limiten, una vez más, a la sustitución de esos atuendos tan distanciadores, y que, por ejemplo, los obispos se conformen con despojarse de los solideos, de los fajines, de los colorines, de los encajes y de las puntillitas, y que, en resumen, reduzcan ese boato y esas pompas que hoy nos resultan tan anacrónicos. Ya sabemos, me explicaba, que esas “apariencias” pretenciosas carecen de sentido y de funcionalidad pero esos cambios de nada servirán si no generan unas nuevas maneras de relacionarse con los demás “hermanos”. En mi opinión, efectivamente, mientras no logren generar una operativa comunión eclesial a través de nuevas formas de “comunicarse”, mientras que no superen aquella funcionalidad monárquica que en la práctica ha hecho inoperante el espíritu del Concilio Vaticano II, los cambios seguirán siendo meramente folklóricos: o nos hacemos todos más sencillos, más generosos, más dialogantes, más compasivos y más solidarios, o las palabras –por muy bien que nos suenen- seguirán estando vacías. El mensaje que nos dirige Francisco es que nos entreguemos a los últimos, que nos abramos a la esperanza, que nos hagamos amigos de las causas más nobles del hombre, que creemos una nueva forma de ser y de hacer Iglesia, que pongamos a los pobres en el centro, que interpretemos la historia, la economía, la cultura y la política desde la situación de los que son sus víctimas.
He llegado a la conclusión de que Francisco está empeñado en remover esa pesada piedra que durante siglos ha dejado anclada a una parte notable de la Iglesia en la “cristiandad”, y que pretende imprimir una nuevo estilo de vida orientando sus esfuerzos y su creatividad en superar esas maneras antievangélicas como las que, por ejemplo, caracterizan al nuevo clericalismo. Tengo la impresión de que su estrategia consiste en confiar más en el Pueblo de Dios como catalizador de unas actitudes más acordes con los mensajes de Jesús de Nazaret. La confesión a los periodistas que le acompañaban en su regreso a Roma de que deberíamos "habituarnos a ser normales", constituye la explicación de su nuevo estilo de ejercer un servicio que responda a los problemas actuales de la humanidad: el hambre, la pobreza, la violencia, la guerra, la paz y la falta de sentido humanizador, de alegría fundamentada y de esperanza renovada. Estos son los retos a los que los creyentes, en unión con los demás hombres de buena voluntad, hemos de afrontar para, al menos, vivir humanamente; estos son los problemas que, en las situaciones de injusticia, de desigualdad y de falta de atención a los débiles, hemos de plantearnos, estudiar e intentar resolver. Para eso Francisco nos estimula: para que, sin miedo, pensemos, para que analicemos y para que estemos abiertos a los cambios, para que profundicemos en teología, en filosofía, en las ciencias, en las artes, pero, sobre todo, para que nos decidamos a actuar. Por eso él confiesa que prefiere una Iglesia con problemas antes que una Iglesia dormida en la que no pase nada. No podemos confiarnos creyendo que es suficiente estar de acuerdo con lo que dice y con lo que hace el Papa. Como mínimo, tenemos que colaborar para desmontar esos tinglados que -en palabras de Francisco- son “folklóricos”, “circenses” y “financieros”.
-Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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Foto de noticias.terra.com.co
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